Por Viviana Taylor
La palabra adolescencia deriva de la voz latina adolescere, que significa “crecer” o “desarrollarse hacia la madurez”.
Sociológicamente, es considerada como el período de transición que media entre la niñez dependiente y la edad adulta y autónoma.
Psicológicamente, se podría hablar de una “situación marginal” en la cual han de realizarse nuevas adaptaciones, aquellas que, dentro de una sociedad dada, distinguen a la conducta infantil del comportamiento adulto.
Ahora bien, si en atención a estas consideraciones, el adolescente es un sujeto en tránsito entre una etapa caracterizada por la heteronomía moral y la necesidad de cuidado por parte de otros, y otra caracterizada por la utonomía, en nuestro medio donde hoy ambas etapas han perdido estas características, ¿qué significa, aquí y ahora, ser adolescente?
Mariano Narodowski, en su Después de clase[36], sostiene que la infancia –tal y como la conocemos y entendemos- es una construcción histórica propia de la modernidad, cuyas características en el Occidente moderno pueden ser esquemáticamente delineadas a partir de la heteronomía, la dependencia y la obediencia al adulto a cambio de su protección. Como resultado de esta concepción, la institución escolar moderna se constituye en el dispositivo que se construye para encerrar a la niñez y a la adolescencia: un encierro material, corpóreo; pero también un encierro epistémico, que se hace evidente en la apropiación de este concepto por parte de la Pedagogía y la Psicología de la Educación, que asimilan el concepto de infancia al de alumno. Así, quien se coloca en la posición de alumno, cualquiera sea su edad, se sitúa en el lugar de una infancia heterónoma y obediente, aunque desde el punto de vista etáreo no se trate necesariamente de niños.
En consecuencia, en la institución escolar moderna, el ser alumno equivale a ocupar un lugar heterónomo de no-saber, contrapuesto a la figura del docente: un adulto autónomo que sabe, y en virtud de este saber decide qué se enseña, cómo se enseña y para qué se enseña. La escuela de la modernidad niega la existencia de todo saber previo en los alumnos, a menos que coincidan exactamente con los que ella transmite.
Ser alumno, en este contexto de significación, no es otra cosa que ser un cuerpo que en manos de un educador debe ser formado, disciplinado, educado. Y por indefenso, ignorante y carente de razón, debe obediencia a quien lo guiará hacia la autonomía en la que la obediencia ya no sea necesaria.
Ahora bien, ¿hasta dónde es posible sostener, en la actualidad, esta idea de un cuerpo heterónomo, obediente, dependiente de las decisiones de los adultos? Diversos trabajos sostienen la idea de que el niño, en el sentido moderno –y por tanto obediente, dependiente, susceptible de ser amado y cuidado- está en decadencia. Es más, ya ni siquiera podría hablarse de una infancia, sino que el concepto estaría dividiéndose y fugando hacia dos polos.
Uno de estos polos, siguiendo a Narodowski, lo constituye la infancia realizada. Se trata de los chicos que realizan su infancia con internet, computadoras y una multiplicidad de canales de cable que les permiten –control remoto en mano- apropiarse de experiencias y saberes que a los adultos nos costaron décadas procesar; con vídeo y family games... Se trata de chicos que ya hace mucho que abandonaron el lugar del no-saber. Se trata de niños que no despiertan en los adultos un sentimiento particular de ternura vinculado a la necesidad de protección, sino más bien una cierta admiración, preocupación y hasta recelo.
Educados en una cultura mediática de la satisfacción inmediata, demandan inmediatez (¿recuerda a Luca Prodam, el líder de Sumo, pregonando su “no sé lo que quiero pero lo quiero ya”?). Respecto del saber, manifiestan ante los desafíos tecnológicos una facilidad de la que los adultos carecemos.
Viven en un mundo en el que la experiencia no parece ser necesaria ni útil, ni es valorada; en una cultura signada por cambios constantes e imprevisibles, que requiere de respuestas que sólo parecen capaces de dar quienes se han formado en esa misma vertiginosidad. Lejos están de las culturas en las que los cambios lentos volvían necesario al Consejo de Ancianos, pero también de aquellas en las que la juventud marcaba la ruptura con el orden establecido. En una cultura donde el cambio es lo único constante, la experiencia se vuelve un valor inservible dado que todo nuevo desafío impondría una situación original, singular, diferenciada de cualquier otra precedente. El modelo a mirar ya no es el pasado, sino el aquí y el ahora, configurándose una lógica de la satisfacción inmediata, en la que toda acumulación tiene sentido en tanto puede ser aprovechada en lo inmediato.
El otro punto de fuga del concepto de infancia lo constituye el polo de la infancia desrealizada. Son los chicos que se han vuelto independientes y autónomos porque viven en la calle, o pasan gran parte de su tiempo en ella, o porque trabajan desde una edad temprana. Son los que pudieron reconstruir una serie de códigos –ligados a la supervivencia- que les brindan cierta autonomía económica y moral.
Frente a ellos, que encarnan una niñez autónoma que ha construido en la calle sus propias categorías morales, también es difícil que se nos despierten sentimientos de ternura y protección. Se trata de una niñez que no está infantilizada, que no es obediente ni dependiente.
Es la infancia que ha sido excluida físicamente de las relaciones de saber, pero también institucionalmente[37] -van poco a la escuela, inconstantemente, o directamente han dejado de ir-. Y aún cuando van, suelen ser los que obtienen mínimos o ningún beneficio de su escolaridad. Y aunque aprendan a leer no escapan al destino de analfabetismo[38]: se trata de los nuevos analfabetos, los analfabetos virtuales.
Si bien es cierto que niños pobres, excluidos, autónomos existieron siempre, también es cierto que desde el siglo XIX para la utopía pansófica[39] la escuela pública se concebía como el ámbito capaz de absorber a esos niños. Esto es lo que hoy está cuestionado[40], y junto con este cuestionamiento aparece la noción de “infancia incorregible”: la encarnada por los niños y adolescentes marginales, sin retorno, para los que se discuten la baja en la edad para la imputabilidad de los delitos penales y hasta la pena de muerte para los más graves.
Dicho sencillamente, el problema no consiste en que haya aumentado el número de niños y adolescentes habituados al robo, el asesinato, la prostitución o la comercialización de sustancias prohibidas; lo que ha cesado es el convencimiento de que es posible darles respuestas que impliquen su reinserción en la infancia heterónoma, dependiente y obediente. Y junto con este cese, se ha producido una retirada de la Pedagogía y la Psicología Educativa en la producción de discursos sobre esta infancia, con lo que dejan de ser llamados “niños y adolescentes”, para convertirse en “menores”. Su lugar ya no es la escuela, sino el correccional o la cárcel; y la noción de esta infancia ya no responde a un discurso pedagogizado, sino judicializado.
Como hemos ya advertido al analizar la evolución del contrato entre nuestra sociedad y la escuela en los últimos años, la situación actual forma parte de un proceso amplio en el que cobra sentido. Ya a fines de la década de los 80, la pedagoga Cecilia Braslavsky escribió a un libro titulado “Juventud: informe de situación”, en el que daba cuenta de la existencia de cientos de miles de jóvenes que no estudiaban ni trabajaban por un lado, y de jóvenes que estudiaban y trabajaban, por el otro. Hoy podemos decir, en consonancia con esa misma fractura de la que habla Narodowski, que ambos grupos han crecido, como resultado de este proceso por el cual las personas parecen entrar cada vez más rápido en alguna de las dos principales arterias de la condición social adulta actual: la sobreinclusión o la exclusión.
Según la socióloga Susana Torrado, los chicos que nacieron entre 1975 y 1985 son los que peor la pasaron porque mayoritariamente se socializaron en lugares de exclusión. Señala a esta como una generación de difícil reinserción, que en el futuro ocasionará seguramente diferentes formas de conflictividad social.
Como un fenómeno común en estos adolescentes, algunos especialistas ya están hablando del Síndrome de Blancanieves, para dar cuenta de ciertas características de las personas que priorizan las fantasías en lugar de usar ideas realistas para resolver los problemas. Son chicos caracterizados por la pasividad, que no esperan nada de los demás. Creen que el exterior los limita, que el futuro no depende de lo que ellos hagan. Son el exponente de una cultura en la que el pensamiento realista y constructivo está amenazado. Estos jóvenes se sienten excluidos del mundo y creen que el futuro bien puede arreglárselas sin sus aportes.
Se trata de un fenómeno de tal profundidad que incluso se verifica en un cambio radical en la perspectiva juvenil con respecto al tiempo libre. Ya no incluye la ocupación en hobbies, deportes o lecturas. Ahora es tiempo libre aquel en el que no se hace nada. La nueva lógica es que no hacer nada es hacer algo.
Una gran parte de ellos son los aún adolescentes y jóvenes que no pueden aspirar a tener un nivel de vida como el que alcanzaron los padres, como parte de la primera generación en su historia familiar en que las garantías movilidad social ascendente se han roto. En consecuencia, la mayoría le teme al futuro. No saben si podrán conseguir un buen empleo, o simplemente un empleo. No saben si podrán sostener a la familia que les toque formar, si podrán “ser alguien”. Y saben que están ante la última posibilidad de orientar su biografía.
Un rasgo común es que, más que hablar, estos adolescentes expresan su apatía con gestos de cansancio, de desgano, de desinterés, de agobio. La característica más preocupante es la falta de vitalidad en la comunicación. Sólo son vitales cuando se enojan. Incluso los que muestran una actitud más soberbia o desafiante, sufren de apatía.
Con resultados coherentes con esta observación, una investigación desarrollada en el marco de la Escuela de Postgrado en Orientación Vocacional entre 1998 y 2003, constató que el 85% de los participantes no lograba armar un proyecto de carrera, y el 43% dejaba la que elegía antes de llegar al segundo examen final. Siete de cada diez padecían de apatía y desmotivación, y el 56% tenía dificultades de aprendizaje, a pesar de que eran jóvenes inteligentes. En las conclusiones se señaló que la causa de estos problemas no es una sola, aunque se adjudicó primordialmente a las dificultades que atraviesan hace años los padres para construir nuevos modelos de autoridad y contención, que se potencian con la crisis socioeconómica que se vive. Los padres establecen, toleran y/o no logran revertir vínculos simétricos con sus hijos: permiten que ellos los enfrenten de igual a igual e incluso toleran conductas autoritarias, sin conocer el daño que les produce en la maduración de sus intereses. Los chicos crecen sin tener que pelear en serio por nada, y se convierten en adolescentes que no toleran la frustración. Cuando salen a la calle, no logran vencer los obstáculos de la vida cotidiana y caen inmediatamente en la desmotivación y la apatía. Habituados a disfrutar del confort de un mundo materno en el que todos sus deseos son adivinados, los chicos no creen necesario aprender a comunicarse.
Los hijos suplantan la falta de límites con una gran distancia emocional con sus padres. Esta pérdida de contacto afectivo y comunicativo se extiende al resto del mundo. De a poco se van aislando de todo, y llega un día en que no logran apasionarse con nada.
Por otra parte, no podemos dejar de señalar que a pesar de esto, la mirada de sus mayores muchas veces es un peso que los agobia: los adultos encarnan un deber ser que ya no puede ser. En consecuencia, para estos adolescentes y jóvenes la educación ha sido sobre todo un refugio, un lugar donde prolongar las instancias de integración, antes de ser arrojados al aparato improductivo.
Frente a estos, otro grupo: el de aquellos en el que el mundo adulto de referencia se halla fracturado en su autonomía y su independencia. Un mundo cada vez más extendido, en el que los piqueteros son los continuadores de los antiguos trabajadores del pleno empleo; y donde los jóvenes trabajadores son hijos de padres trabajadores que nunca tuvieron un empleo estable. O sea, un mundo donde se ha perdido la continuidad de la idea de que lo normal en una persona es trabajar todos los días. El trabajo estable, aún para los que gozan de él, ha desaparecido del horizonte. Queda claro, de las dos vías principales de la condición social adulta actual (la sobreinclusión o la exclusión) en cuál desembocarán mayoritariamente estos jóvenes.
Y no es fácil suponer que esta situación se modifique con la aparición providencial de nuevas fuentes de trabajo: hay que tener un estímulo fortísimo para abandonar algo que ya se está convirtiendo en un estilo de vida, en una cultura. Es claro que un empleo de los peor pagados, bajo estas circunstancias, siempre resultará menos atractivo que un subsidio.
Se trata del grupo al que pertenecen mayoritariamente los 1.300.000 jóvenes argentinos que no estudian ni trabajan, entre los 6,5 millones que tienen entre 15 y 24 años, según datos del INDEC. Cifra que se eleva a 1.413.537 al considerar a los excluidos sociales: jóvenes que no estudian, ni trabajan, ni son amos de casa. Hablamos de una enorme multitud que no para de crecer: en el 2001 sólo el 6,2 % de la población joven no hacía nada con su tiempo, proporción que trepó al 15% en el 2003.
Para el filósofo Jorge Fernández, profesor de la Universidad de San Martín, “para los jóvenes, el futuro es un horizonte plagado de posibles frustraciones. Ser joven se ha vuelto un objetivo en sí mismo, una especie de presente continuo que no se define por ningún proyecto que lo trascienda. A su vez, el mandato social que los jóvenes reciben queda expresado en la fórmula que oímos repetir en muchos padres: algo tienen que hacer. La respuesta no suele escapar al silencio, y por supuesto no es menos incierta que el mandato.”
Lo cierto es que los chicos que no estudian ni trabajan saben que han perdido algo importante para sus vidas, no son complacientes con esa realidad. Pero no es menos cierto que necesitan mecanismos para religarse al sistema. Y puesto que muchos de ellos vuelven a sus antiguas escuelas como lugar de encuentro, está claro que son las escuelas el sitio privilegiado desde donde articular estas estrategias de inclusión.
Desde los discursos oficiales se esgrimen las estadísticas para señalar que esta consideración es tenida en cuenta (estadísticas que muestran que mientras que en los años 60 la escuela secundaria recibía al 25% de los adolescentes, la proporción ascendió al 74% en el 2000). Pero quienes trabajamos en el interior de esas escuelas sabemos que los chicos de los sectores más pobres no entienden los códigos escolares, ni reciben un acompañamiento eficiente en su estudio por parte de sus familias. Quieren entrar a las aulas, pero les cuesta quedarse. Y no podemos desconsiderar un contexto institucional en el que muchos dirigentes y hasta educadores creen que la escuela secundaria no debe ser para todos.
Un caso particular, al punto que podríamos hablar de un tercer grupo, lo constituyen los adolescentes que se han convertido en jefes de familia. Según la Hoja Mural de Datos Estadísticos 2003, que publicó la Dirección Nacional de la Juventud con datos oficiales, en todo el país hay 1.213.238 jefes de hogar que tienen entre 15 y 29 años y mantienen a toda su familia (lo que representa a 1 de cada 9 jóvenes, y entre ellos 1 de cada 3 es mujer). En muchos casos, se hacen cargo de padres e hijos.
Aunque nos podría parecer que pasados los veintitantos ya es hora más que adecuada para tomar responsabilidades vitales, en las tesis e investigaciones psicológicas más recientes que hablan de un retraso de la maduración, la ONU llevó el límite de la adolescencia tardía hasta los 30 años.
Además de las económicas, otra de las razones que explican la enorme cantidad de jóvenes jefes de hogar es la caída en la edad de iniciación sexual y el incremento de embarazos adolescentes. Los últimos datos nacionales procesados por el Ministerio de Salud dicen que durante el año 2000 nacieron en todo el país 96.689 bebés de madres de entre 15 y 19 años, el 30% de los cuales ocurrió en suelo bonaerense. Volveremos más adelante sobre esto.
Como ya hemos analizado al abordar desde una perspectiva histórica el desarrollo de las alianzas entre la escuela y la sociedad, cuando se habla de exclusión nos encontramos ante la expresión de un proceso que está operando con antelación a que la gente bascule hacia estas posiciones extremas. Y puesto que se habla en términos de proceso más que de estado, resulta no sólo indispensable enmarcar históricamente la situación actual, sino además poner en relación lo que está ocurriendo en las situaciones de marginalidad extrema, de aislamiento social, y de pobreza absoluta con la configuración de situaciones de vulnerabilidad, de precariedad, de fragilidad que con frecuencia las preceden y alimentan.
Vamos a partir de la distinción entre tres zonas de organización o de cohesión social:
• una zona de integración que no presenta grandes problemas de regulación social,
• una zona de vulnerabilidad que es una zona de turbulencias caracterizada por una precariedad en relación al trabajo y por una fragilidad de soportes relacionales, dos variables que muchas veces se superponen;
• una zona de exclusión, de gran marginalidad, de desafiliación, en la que se mueven los más desfavorecidos. Estos se encuentran a la vez por lo general desprovistos de recursos económicos, de soportes relacionales, y de protección social, de forma que la necesidad de ser justos con ellos no estriba únicamente en una cuestión de ingresos y de reducción de las desigualdades en los ingresos, sino que concierne también al lugar que se les procura en la estructura social.
De estas tres, es la zona de vulnerabilidad[42] la que ocupa una posición estratégica. Se podría decir que es ella la que produce las situaciones extremas a partir de un basculamiento que se produce en sus fronteras. Cuando más se agranda esta zona de vulnerabilidad, mayor es el riesgo de ruptura que conduce a las situaciones de exclusión.
Una característica importante de la coyuntura actual es lo que Robert Castel[43] denomina la ascensión de la vulnerabilidad, insistiendo sobre el término de ascensión. Para explicar este concepto parte de la afirmación de que la precariedad en el trabajo así como determinadas formas de debilitamiento del vínculo social no representan de hecho situaciones inéditas, sino que se trata de constantes históricas que han existido durante largos períodos de tiempo: los pequeños trabajos, la alternancia de empleo e inactividad, las ocupaciones más o menos aleatorias, como las que hoy proliferan, han sido en la historia occidental el destino común de la mayoría de aquellos que ocupaban una posición de asalariados, de semiasalariados o de asalariados parciales con anterioridad a que esta condición salarial se viese modificada, es decir, con anterioridad a que se constituyese en verdadera condición a la que van vinculados garantías y derechos, y que proporciona un mínimo de seguridades sobre el futuro, proceso del que ya hemos dado cuenta al principio de este trabajo al explicar la emergencia del Estado de Bienestar.
Las desigualdades, a pesar de seguir siendo muy pronunciadas, pasaron a ser pensadas a partir de un marco general de integración: todos los miembros de la sociedad pertenecían a un mismo conjunto. Y esto en razón de que grandes dispositivos transversales atravesaban la separación de clase: seguro contra los principales riesgos sociales, relativa democratización del acceso a la enseñanza, a la propiedad de la vivienda, a la cultura, al consumo... Y aunque no todo el mundo participaba de estas protecciones, la pobreza y la a-sociabilidad podían ser pensadas como residuales, de forma que cabía esperar reducir su peso si se seguían desarrollando los sistemas de protección que habían dado cobertura a la mayoría de la clase obrera.
Es justamente este optimismo el que se ha puesto en cuestión. Ya no podemos seguir considerando como a un residuo marginal a aquellos que no han tenido acceso a la integración.
Aunque en el polo del trabajo se ha producido un incremento de la desocupación, lo esencial en este proceso es la precarización del trabajo. Y si razonamos no en términos de ocupados, sino de flujo, la mayoría de estos trabajos se realiza bajo formas ajenas al contrato por tiempo indefinido, es decir, ajenas al tipo de contrato que suponía en épocas anteriores una seguridad relativa y al que se podían vincular garantías y derechos estables. De ahí la multiplicación de formas de actividades fragmentarias, de alternancias de empleo y de desempleo que, en último término, alimentan la desocupación de larga duración.
Y si bien es cierto que esta fragmentación del trabajo afecta esencialmente a los jóvenes, no habría que olvidar que nos encontramos también ante una desestabilización de los estables, ante la entrada en una situación de precariedad de una parte de aquellos que habían estado perfectamente integrados en el orden del trabajo. Un caso particular lo constituyen los trabajadores considerados de edad, que se ven descualificados y prácticamente sin empleo posible, demasiado viejos para seguir siendo rentables, demasiado jóvenes para gozar de una eventual jubilación.
Esta precarización de la relación de trabajo, en consecuencia, ha llevado a la desestructuración de los ciclos de vida, normalmente secuenciados por la sucesión de los tiempos de aprendizaje, de actividad, y del tiempo ganado y asegurado por la jubilación. Una desestructuración que ha marcado, a su vez, los modos de vida y las redes relacionales.
En consecuencia, junto con la integración por el trabajo, la que se ve amenazada es también la inserción social al margen del trabajo. La ascensión de la vulnerabilidad no es únicamente la precarización del trabajo, sino la consecuente fragilización de los soportes relacionales que aseguran la inserción en un medio en el que resulta humano vivir. Se podría mostrar que, al menos para las clases populares, existe una fuerte correlación entre una inscripción sólida en un orden estable de trabajo, al que van anexas garantías y derechos, y la estructuración de la sociabilidad a través de las condiciones del hábitat, la solidez y la importancia de las protecciones familiares, la inscripción en redes concretas de solidaridad.
Otro aspecto a tener en cuenta es que, en la medida que la protección social estaba fuertemente ligada al trabajo protegido, una desestabilización de la organización del trabajo implica socavar las raíces de las políticas sociales.
Así, la sensación contemporánea de vulnerabilidad permanece adosada al recuerdo de un mundo estable, se la vive en referencia a una certeza previa de haber estado protegido, en referencia a una estabilidad. El trabajo sumergido es pensado en relación con las definiciones del trabajo legalmente regulado y de su remuneración. La actitud de los jóvenes des-cualificados en relación con el trabajo, o su rechazo al trabajo, se construye en referencia al modelo de contrato por tiempo indefinido, que era el modelo dominante en la generación precedente. Aún más, un cierto descrédito de la escuela debe ser pensado a partir de una concepción de educación que proclamaba su capacidad para realizar una igualdad de oportunidades y que comenzaba a alcanzarla. Del mismo modo, podríamos hacer observaciones similares sobre algunos servicios públicos, el acceso a la vivienda, el ocio y la salud.
Es por esto que el tratamiento actual de la vulnerabilidad social no podría ser el mismo que el de los años 30, por ejemplo, cuando el Estado aún no había desplegado una base suficientemente sólida de protección. No equivale a partir de cero como si no existiese una memoria social, que es la memoria de la existencia de una protección social.
Veamos algunos datos que nos darán una idea de estas zonas de vulnerabilidad y exclusión.
Según datos del INDEC:
• más del 70% de los chicos nace en un hogar pobre, y casi el 40% vive en la indigencia.
• El 22% de los niños entre 5 y 14 años trabaja.
• De los adolescentes que trabajan, el 58% no asiste a la escuela.
• La tasa de mortalidad infantil del país fue del 18,4%o en el 2002, y del 16,3%o en el 2003. De estas muertes, 6 de cada 10 son evitables.
• En la Pcia de Buenos Aires, la mortalidad infantil es del 17,8%o
• En el Gran Buenos Aires, las necesidades básicas insatisfechas alcanzan al 19,3% de la población.
• En el Gran La Plata, al 13%
• El 20% de los chicos está desnutrido.
• El 50% de los bebés entre seis meses y dos años tiene anemia por deficiencia de hierro.
En la provincia de Buenos Aires, donde vive el 38% de la población del país, el 12% de los hogares son indigentes. Según el INDEC, el 49% de las personas viven bajo la línea de la pobreza.
En Merlo, Moreno, La Matanza y San Miguel, el 65% de los hogares son pobres, y el 20% de las familias indigentes.
El Centro de Estudios sobre Nutrición Infantil realizó en el año 2003 un estudio sobre desarrollo intelectual entre chicos muy pobres de San Miguel. El 65% estaba bajo los límites normales. De ese 65%, el 30% ya estaba en el límite de la educabilidad, lo que, según su titular Alejandro O’Donnell, inicia un ciclo de pobreza feroz: “gente con estatura significativamente inferior a la normal, con poca fuerza de trabajo, que no gana un peso, que tiene poca cultura, criará tal vez hijos casi en las mismas condiciones. Es la reiteración de un ciclo eterno de marginación y de miseria.[44]”
¿Cómo los afecta la desnutrición?
Hasta los 5 años: es causa frecuentemente de enfermedades, trastornos y muerte, déficit del crecimiento. Déficit del desarrollo intelectual, eventuales alteraciones cardíacas y convulsiones, enfermedades respiratorias agudas, enfermedades infecciosas en general, diarrea.
Entre los 6 y los 12 años: dificultades y deserciones escolares, con subsistencia del déficit en el desarrollo intelectual. Déficit en el crecimiento. Debilidad frente a las infecciones. Sequedad de las conjuntivas, ceguera nocturna. Neuropatías periféricas (perturbación de las funciones del sistema nervioso, disminución de los reflejos). Alteraciones cardiovasculares, congestión pulmonar y edemas. Raquitismo. Parasitosis.
Entre los 13 y los 20 años: retraso en el desarrollo madurativo. Depresión, anorexia, insomnio, tristeza. Sequedad de las conjuntivas, ulceraciones, ceguera nocturna. Inflamación de la mucosa bucal, daños en los labios, atrofia de papilas linguales. Alteraciones cardiovasculares, congestión pulmonar y edemas. Raquitismo. Alteraciones de la piel.
Algunas secuelas irreversibles: estatura reducida, si hasta los 2 años no recibió alimentación adecuada pasarán a ser los denominados “petisos sociales”; ya hay varias generaciones de argentinos con esta secuela. Menor desarrollo cerebral, dificultades para concentrarse, trastornos del aprendizaje, deterioro del lenguaje, altísimo riesgo de fracaso escolar. Mayor probabilidades de padecer afecciones coronarias, hipertensión, diabetes y obesidad. Un chico que nace con bajo peso tiene entre 15 y 20 veces más posibilidad de morir antes de los 35 años. Obesidad por deficiencia alimentaria o mala alimentación. En menor medida, algunos problemas motrices y de coordinación, piel fláccida, falta de color y tonicidad muscular, mayor posibilidad de agitarse y fatigarse ante trabajos pesados.
Todos los estudios al respecto han constatado una alta correlación entre desnutrición infantil y analfabetismo materno.
Pero la desnutrición no es la única amenaza sobre nuestros niños y jóvenes. El maltrato infantil también avanza. En ocho años, sólo en la Ciudad de Buenos Aires, se triplicaron las denuncias por agresiones a chicos.
Aunque Argentina no tiene estadísticas confiables sobre la gravedad del fenómeno, podemos afirmar que la modalidad de maltrato que creció más fuertemente es el abuso sexual, un problema que deja secuelas para toda la vida y que, si no se trata adecuadamente y a tiempo, puede llevar al chico abusado a convertirse en abusador.
El Consejo Nacional de Niñez, Adolescencia y Familia tiene registrado el abuso sexual como el principal problema de los chicos a los que asiste. La misma tendencia se detectó en la Oficina de Asistencia a la Víctima del Delito de la Procuración General de la Nación. Y aunque la explicación clásica de los expertos en violencia familiar indica que no aumentan los casos de maltrato infantil, sino que ahora son más detectables por médicos, maestros y psicólogos, y más denunciados por las familias, lo cierto es que diversos informes del Congreso insinúan que el problema del maltrato y abuso de chicos es mucho mayor que el conocido: se piensa que por cada caso denunciado hay 10 que son tapados. Aunque en los sectores económicos más bajos hay una mayor cultura de la denuncia, en otros suele haber una tendencia a ocultar el problema.
Este tipo de abuso tiene varias caras: puede haber contacto físico o no, y las víctimas pueden ser mujeres o varones. Y el abusador puede ser de cualquier clase social, vivir en la ciudad o el campo, tener cualquier profesión, raza, religión, opción social o estado civil. A pesar de que no existe un prototipo del abusador, reúnen algunos rasgos comunes. En su gran mayoría, son personas conocidas del chico, aparentemente normales, que recurren al engaño para conquistar la confianza de las víctimas. Algunos amenazan, y otros dan premios u otorgan privilegios de distintos tipos. El violador establece una relación en la que quiere hacer valer su autoridad y poder. Buscan por lo general a chicos menores de 13 años, edad en la que empiezan a ofrecer resistencia. Sin embargo, aunque en menor número, no son pocos los adolescentes abusados.
En el caso de estos, se pueden manifestar como síntomas: falta de confianza, aislamiento, fugas del hogar, depresión severa, promiscuidad. Y aunque estos síntomas por sí solos no son suficientes para validar el diagnóstico de abuso sexual, es importante que sean tenidos en cuenta para la consideración de tal posibilidad.
Otras formas comunes de abuso son:
Maltrato emocional: conductas de padres o cuidadores tales como insultos, rechazos, amenazas, humillaciones, desprecios, críticas, aislamiento, atemorización. Pueden causar deterioro en el desarrollo emocional, social o intelectual del niño.
Negligencia: cuando las necesidades básicas del chico (alimentación, higiene, seguridad, atención médica, vestido, educación, etc) no son atendidas por ningún adulto. Trasladado a nivel emocional, cuando el chico no recibe afecto, estimulación, apoyo y protección necesarios para cada momento de su evolución.
Síndrome de Munchaussen por poder: los padres someten al niño a continuas exploraciones médicas, suministro de remedios o ingresos hospitalarios a partir de razones mentirosas.
Maltrato institucional: cualquier legislación, procedimiento, actuación y omisión de los poderes públicos que viole los derechos básicos del niño, el adolescente y la infancia.
Volviendo a los números, en esta provincia de Buenos Aires, durante el año 2003, también se produjeron la mitad de muertes jóvenes debidas a “causas externas” (accidentes, suicidios y homicidios): 2.608 casos, sobre un total nacional de 5.720. De estos, 8 de cada 10 eran varones.
Viendo estos números no es difícil encontrar una relación con la afirmación de Daniel Vázquez, presidente de la Cámara de Empresarios de Discotecas de Buenos Aires[45]: “Hay más peleas entre los 16 y 17 años que entre los de 25. En las matinés hay el doble de empleados de seguridad que en los horarios de grandes.”
Una experiencia similar a la que se vive en numerosas escuelas: “Los problemas de violencia son una constante. Lo que más nos preocupa en este momento son las riñas callejeras en el conurbano. Son peleas muy fuertes entre bandas que terminan con la muerte de algún alumno. Cada 15 días muere un chico por ajusticiamiento” cuenta la licenciada Lilian Armentano, vicedirectora de una EGB de la provincia de Buenos Aires[46]. Y continúa: “También están creciendo las peleas entre mujeres. En la violencia física ya no hay, como antes, diferenciación de sexo. Y las chicas cuando agreden despliegan una violencia mayor que la de los varones.”
Los adolescentes están violentos porque están angustiados. Se sienten abandonados, no tienen garantías de educación, de salud, de vivienda, ni de justicia. Y un ser humano sin proyectos y sin futuro, se vuelve primitivo.
Una forma de comenzar a entender el fenómeno podría ser partir de la definición de un concepto omnipresente en el lenguaje adolescente: el aguante.
El aguante es un término aparecido hacia comienzos de los 80. Etimológicamente, la explicación es simple: aguantar remite a ser soporte, a apoyar, a ser solidario. De allí que, como cuenta Alabarces[47], aparezca inicialmente en el lenguaje del mundo futbolístico, específicamente de los barras bravas, como hacer el aguante: esa expresión que denominaba el apoyo que grupos periféricos o hinchadas amigas brindaban en enfrentamientos pacíficos. Y así como en la cultura futbolística de los últimos diez años, comienza a cargarse de significados muy duros, decididamente vinculados con la puesta en acción del cuerpo, pasa con esta misma significación al lenguaje adolescente. Aguantar es poner el cuerpo, básicamente, en violencia física. Extendidamente, una versión light nos indicaría que el cuerpo puede ponerse de muchas maneras. Pero lo común en todos los casos, es que el cuerpo aparece como protagonista: no se aguanta si no aparece el cuerpo soportando un daño, sean golpes, heridas, o más simplemente condiciones agresivas contra los sentidos –afonías, resfríos, insolaciones-.
El aguante pasa así a transformarse en una retórica, una estética y una ética.
• Es una retórica porque se estructura como un lenguaje, como una serie de metáforas.
• Es una estética porque se piensa como una forma de belleza, como una estética plebeya basada en un tipo de cuerpos radicalmente distintos a los hegemónicos y aceptados. Una estética que tiene mucho también de carnavalesco: en el ámbito futbolístico, en el despliegue de disfraces, pinturas, banderas y fuegos artificiales. Fuera de las canchas: en los tatuajes y piercings.
• Y es una ética porque el aguante es ante todo una categoría moral, una forma de entender el mundo, de dividirlo en amigos y enemigos cuya diferencia siempre se salda violentamente, pudiendo llegarse a la muerte. Una ética donde la violencia no está penada, sino recomendada.
Así, el aguante se transforma en una forma de nombrar el código de honor que organiza el colectivo. Defensa del honor implica, como en las culturas más antiguas, el combate, el duelo, la venganza. Y puesto que el aguante no puede ser individual, sino que es colectivo, se trata de una forma de orientación hacia el otro: precisa de un otro, se exhibe frente al otro, se compite con el otro a ver quién tiene más aguante.
Una característica novedosa es que las mujeres también pueden aguantar, pero bajo la condición de que formen parte del colectivo. En consecuencia, las chicas del aguante hablan una lengua masculina, especialmente evidente cuando insultan[48].
Y es que la ética del aguante parte de un mundo organizado de manera polar: los machos y los no-machos. Los no-machos son aquellos que no son adultos (y a la adultez se ingresa por “tener aguante”) o son homosexuales. Es un orden de una homofobia absoluta, con la organización de una retórica donde la humillación del otro consiste, básicamente, en penetrarlo por vía anal. Y esto permite comprender la fuerza de unos insultos sobre otros.
Esta estética aguantadora exige que los cuerpos ostenten marcas, porque testimonian una masculinidad legítima. En este sentido la memoria de las peleas es tan importante como las peleas mismas, y su relato debe sostenerse con la marca como prueba indiscutible, aquello que no puede ser refutado porque está inscripto en el propio cuerpo. Los tatuajes y piercings abonan en este mismo sentido.
El consumo de alcohol y drogas también tiene carácter expresivo. Lejos de un uso anormal e irracional, el consumo de sustancias alteradoras de conciencia –el efecto que une al alcohol y la droga- tiene una racionalidad minuciosa. El consumo se defiende porque significa resistir, marcar una diferencia con el mundo careta, es decir, el mundo de la formalidad burguesa que sin embargo no se piensa en términos políticos ni estrictamente económicos, sino vagamente culturales.
Así como las marcas del cuerpo, el límite en el consumo también diferencia al hombre del no-hombre; a la vez que diferencia de los que no usan drogas, de los chetos o caretas. El cuerpo masculino se caracteriza por su resistencia; para ser considerados hombres deben soportar el uso y abuso de aquellas sustancias que alteran los estados de conciencia. Quienes se emborrachan bebiendo unos pocos tragos son considerados flojos o blanditos. Estos se distinguen de los hombres verdaderos, aquellos sujetos duros cuya capacidad para beber grandes cantidades de bebidas alcohólicas les permite ser considerados como hombres. Ser hombre refiere a consumir sin arruinarse. Las adicciones funcionan como signo de prestigio porque ubican al adicto en un mundo masculino.
Estas interpretaciones se conjugan con la visión del dolor: la exhibición del dolor implicaría que el cuerpo no resiste. Al probar su fortaleza y tolerancia la dolor prueban su masculinidad. Este es el punto que permite la articulación a través la ética del aguante del mundo de los barras bravas, el rock, la cumbia villera: que diseña un orden de cosas doblemente polar: masculino, de un machismo desbordante; y popular en el sentido de anticheto. Ser villero deja de significar el estigma, la marginación, y se vuelve pura positividad. Porque ser villero, en este paradigma, es sucesivamente tener más aguante, no ser cheto, y ser más macho. O todo eso junto. Y aunque se sea mujer.
Como hemos analizado al describir las características de la sociedad actual, la argentina, como todas las sociedades contemporáneas, ha sufrido una crisis aguda de las identidades, de las maneras como sus ciudadanos se imaginaban dentro de colectivos. Modernamente, las opciones eran variadas e inclusive podían superponerse: uno era ciudadano, pero a la vez trabajador/a, joven, hombre/mujer, universitario/a, peronista –de izquierda-, gordo/a e hincha de un club. Muchas veces, todo eso junto. Pero hoy asistimos a un mundo en el que el mundo del trabajo se dedica a expulsar, ser joven es delito, el género permite migraciones, no se puede ser universitario porque no alcanza el dinero o no vale la pena, ser peronista significa un estallido de significaciones o la traición menemista, ser gordo es un estigma, la propia noción de ciudadanía ha entrado en crisis, y las grandes tradiciones de inclusión ciudadana se convierten en las duras políticas de exclusión social.
Parecen quedar pocas posibilidades. Apenas ser hincha de algún equipo, o participar de una tribu[49]. Es fácil, y permiten tener una gran cantidad de compañeros que no preguntan de dónde viene uno. El problema es doble: por un lado, que estas identidades no son ni pueden ser políticas y entonces implican que la discusión por la inclusión y la ciudadanía se diluye en esta ciudadanía menor, confortable y mentirosa. El otro, mucho más grave, es que estas identidades son radicales: existen sólo frente a otra identidad que le sirva de oposición. Y cuando la identidad queda tan solitaria, sin otra opción que ella misma para afirmarse como sujeto social, el otro se transforma en un absolutamente otro, y el deslizamiento a la consideración del otro como rival y como enemigo es inevitable. De ahí dos síntomas: el primero, el aguante como ética; el segundo, el no existís.
No existís que es el grito de guerra que acompaña al aguante fulano. Negar la existencia del otro, lejos del contacto tolerante de la sociedad democrática, implica aceptar que el otro puede, simplemente, desaparecer, ser suprimido; o lo que es peor, que debe ser suprimido.
En relación con esta ética del aguante es más fácil significar las estadísticas referentes al consumo de tabaco, drogas ilícitas y alcohol.
La Organización Panamericana de la Salud asegura que el 34% de las mujeres y el 46,8% de los hombres argentinos fuman y el 90% de ellos se inicia justamente entre los 10 y los 15 años. Esos números, por un lado, ubican a la Argentina como el país de América Latina con mayor porcentaje de fumadores, con un promedio de 17 cigarrillos por día; y por otro permiten entender que las mayores presiones de los avisos se dirigen a jóvenes de 10 a 18 años porque así pueden reclutar a clientes para toda la vida.
Por su parte, la Comisión de Tabaco o Salud, dependiente de la Secretaría de Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires y de la Facultad de Medicina de la UBA, asegura que fuman el 4,6% de los alumnos del último año de la escuela primaria, un año después el 22%, y al finalizar el secundario el 42%.
Si consideramos que a otros efectos dañinos más conocidos, como el que produce cáncer, es el principal factor de riesgo de enfermedades cardiovasculares, destruye progresivamente los pulmones, y desencadena envejecimiento prematuro de la piel, sólo por mencionar algunos, hay que agregarle que el fumador vive en promedio 10 años menos, vemos que la extensión del tabaquismo no constituye un problema menor.
Conseguir drogas en la Capital y el Conurbano también es tarea fácil. Las drogas sintéticas, como el éxtasis, han invadido las discotecas y la situación es más grave en los barrios pobres de la Capital y las villas del conurbano, donde está cada vez más difundido el consumo del residuo de las pasta base de cocaína, una droga muy barata a la que llaman paco. Es lo último que queda en el fondo del tacho, y destroza el sistema nervioso central.
Pero las drogas de consumo mayoritario siguen siendo, en ese orden, la marihuana y la cocaína. Las plazas y los parques son los puntos de venta más comunes, y los horarios más habituales las 2 ó 3 de la tarde y el anochecer.
Lo que no es tan sencillo es saber cuánta droga hay en circulación, aunque los niveles de consumo podrían dar la pauta.
El último relevamiento nacional, que se hizo en el año 1999, advertía que el 2,9% de la población de entre 16 y 64 años y el 3% de los chicos de entre 12 y 15 tuvieron algún contacto con las drogas. La crisis que explotó a fines del 2001 y la extensión de la red ilegal de venta de drogas anuncian ahora el desborde de esos resultados. Según estos datos, desde los 80 hasta ahora el tráfico y consumo de cocaína se cuadruplicaron, y la Argentina habría dejado de ser un país exclusivamente de tránsito, aunque aún no se trate de un gran productor. El consumo indebido de drogas trepó a niveles que ya permiten considerarlo una epidemia social, y está todavía en un pico ascendente.
Wilbur Grimson, titular de la Secretaría de Programación para la Prevención de la Drogadicción y Lucha contra el Narcotráfico (Sedronar), sostiene que “no es una epidemia como al hepatitis, pero sí es una epidemia social, que se da cuando una enfermedad se disemina demasiado y afecta a mucha gente en todo el país, sobre todo a los jóvenes”[50]. Además de la marihuana, la cocaína y demás sustancias prohibidas, el funcionario incluye en su caracterización a las drogas legales: el tabaco y el alcohol.
Coincidentemente, en su informe anual el Departamento de Estado de Estados Unidos calificó a la Argentina como un país donde el consumo de drogas ilegales “continúa aumentando”. Y resaltó que la provincia de Buenos Aires “tiene la mayor cantidad de consumidores habituales”.
Según una encuesta realizada en 2003 por la consultora D’Alessio IROL entre 443 padres y 432 jóvenes, el 66% de los chicos afirma que sus amigos tuvieron o tienen algún contacto con la droga, el 24% dice haber intentado sacar a un amigo de la adicción y sólo el 10% cree haberlo logrado.
En la hipótesis de estar en una fiesta y darse cuenta de que alguien se está drogando, el 57% no le prestaría atención porque “cada uno hace lo que quiere”. Y el 15% admitió haber sufrido presiones del entorno para drogarse
Una investigación de Clarín[51], basada en fuentes vinculadas a la atención de adictos, médicos forenses, informes privados y entrevistas a funcionarios, muestra otras elocuentes señales de alarma:
• Entre 1995 y 2003, según un estudio financiado por la OEA, se duplicó la atención de emergencias derivadas de accidentes vinculados al consumo de alcohol y drogas.
• La demanda de ayuda al Programa de Asistencia e Investigación de las Adicciones del Consejo Nacional de Niñez, Adolescencia y Familia aumentó un 20% el año 2003 con respecto a 2002. Las consultas llegaron a 1700.
• La demanda general de atención en el Cenareso, un hospital público especializado en adictos, aumentó 50% en los últimos dos años. La cifra de pacientes mujeres creció 300%.
• En los centros y hospitales públicos de la provincia de Buenos Aires se duplicó la cantidad de personas atendidas entre el año 2002 y 2003: de 15.000 a 30.000.
• Desde el 2001, la Dirección de Prevención Social de las Toxicomanías de la Policía Federal tuvo un 30% más de pedidos para brindar charlas y talleres orientativos en colegios e instituciones.
• En el primer cuatrimestre de 2004, las consultas por tratamientos de recuperación en la fundación Manantiales crecieron casi 50%.
• En 1986, la organización Narcóticos Anónimos comenzó a trabajar en Capital Federal con cuatro grupos de adictos. Hoy son 108 en todo el país.
• En los últimos 10 años creció de 30 a 300 la cantidad de cadáveres en los que se encuentran sustancias tóxicas, durante las 3.000 autopsias anuales que se practican en la Morgue Judicial de la Corte Suprema.
• En el Centro Nacional de Intoxicaciones, que funciona en el Hospital Posadas, las consultas por uso indebido de drogas escalaron de 50 en 1987 a 2.600 en 2003.
• La venta de cerveza creció de los 240 millones de litros en 1980 a los 1.300 millones en 2003, un salto del 400%. El jefe del Sedronar considera que el consumo del alcohol es la vía más habitual de ingreso a las drogas ilegales.
• Entre 1998 y 2003, el consumo de drogas en escuelas del área metropolitana creció del 7% al 11%, según una encuesta del Instituto Superior de Ciencias de la Educación, respondida por 14.900 alumnos y auspiciada por el Gobierno porteño. Un sondeo oficial en el sistema educativo habla de la extensión del problema al interior del país. En Posadas, San Salvador de Jujuy o Ushuaia da lo mismo: los chicos empiezan a tomar alcohol a los 12 años, se desmadran a los 14 y tienen su primera borrachera antes de los 15. Hace 30 años eso sucedía a los 25.
• Las acciones del Estado están limitadas: el presupuesto anual del Sedronar es de 9.200.000 pesos, similar al de antes del 2001, cuando no había estallado la economía y un peso valía un dólar. Pablo Rossi, director general de la Fundación Manantiales y autor del libro Las drogas y los adolescentes, estima que esa suma “equivale a lo que los narcotraficantes producen en la Argentina en un solo día”.
• En la Provincia de Buenos Aires, hay entre 300.000 y 500.000 personas que consumen drogas ilegales, según datos oficiales.
Los especialistas subrayan que la droga se instala preferentemente en los huecos sociales. En esta Argentina en la que 1.300.000 jóvenes no estudian ni trabajan, son muchos los se inician en la droga cada vez a menor edad.
En las villas, el tráfico de drogas contribuye al rompimiento del equilibrio social, porque muchos jóvenes visualizan el negocio como la única salida para acceder a un buen nivel de vida. Son entonces reclutados fácilmente por las bandas, y muchos de ellos se transforman en trafiadictos, entrando en el negocio para poder sostener económicamente su propia adicción.
A los ya conocidos efectos sobre la salud y sus consecuencias sobre el rompimiento del equilibrio social, habría que agregar que un alto porcentaje de los menores de 20 años que cometen delitos lo hacen bajo el efecto de las drogas y eso acrecienta la violencia.
Sin embargo, no son exclusivamente las villas las zonas castigadas. Detrás de cualquier puerta, en el más caro barrio de la Capital, puede haber un centro de distribución y acopio de drogas. El panorama es muy variado. Los boliches, como ya dijimos, también son un punto de atención.
Según el director de la Fundación Manantiales –Rossi-, más cercano a este segundo grupo de adictos, los adolescentes provenientes de los sectores medios, un adolescente prueba la droga “porque está instalado que el que se droga es más piola y los chicos son vulnerables a la opinión de sus pares. Pero cuidado: no todos los adolescentes que prueban una droga terminan adictos a ella. Contra lo que se piensa, los adictos no son personas carentes de afecto sino de límites: fueron demasiado consentidos. El principal reclamo de los pibes que viene a pedir ayuda a nuestra fundación es ¿por qué me creíste? ¿por qué no me dijiste que no?.”
Según este mismo especialista, hay otra clave para entender por qué los adolescentes son terreno fértil para cosechar drogadependientes: “es la que indica que todo adicto es un adolescente mental: como cualquier pibe, no tolera la frustración ni que le digan que no, está manejado por el principio del placer en lugar del principio de espera (quiere satisfacción inmediata antes que trabajar y esperar un beneficio mayor) y tiene un pensamiento mágico omnipotente: se siente inmortal. Por eso la cura de una adicción implica de hecho una salida de la adolescencia.”
Marcelo Bono, director del Centro Nacional de Reeducación Social (Cenareso) explica que “el gran ejército de adictos usa las drogas en un intento por sentirse mejor, como si fueran un medicamento que los puede curar de una dolencia. Son personas que estaban frente a una situación de colapso inminente en su vida psíquica o familiar. La droga le permite sentir que ese problema quedó atrás (con las drogas estimulantes, como la cocaína), que está silenciado (con las depresoras, como los tranquilizantes y el alcohol) o que logró aislarse del contexto (con las alucinógenas como la marihuana o las psicodélicas como el LSD).”
Por su parte, Liliana Vázquez, coordinadora del Postgrado en Clínica de las Adicciones de la Facultad de Psicología de la UBA, busca razones detrás de los datos de la epidemia: “Todos somos sujetos de consumo, siempre queremos algo más. Y ese marco social también tiene su costado en el rendimiento físico: están de moda los suplementos dietarios, las vitaminas, tomar pastillas para estar “pila” todo el día. No hay espacio para la angustia, la pregunta y la frustración, para fracasar y volver a empezar.”
¿Hay un perfil de los chicos en riesgo?
Si bien no es posible dar un perfil exacto, los especialistas acuerdan en que están más expuestos al peligro los jóvenes con alto grado de impulsividad, baja tolerancia a las frustraciones, falta de atención, hiperactividad y vida social fuerte con su grupo de pares pero limitada con su familia y el resto del entorno.
Para que se instale el problema, tienen que confluir varios factores: un momento de vulnerabilidad, la dificultad del grupo familiar para proveer el suficiente sostén durante ese momento, la presión del grupo de pares y la oferta de sustancias.
El período más crítico va de los 13 a los 16 años, que es cuando la mayoría de los chicos se inicia en el hábito de consumir cigarrillos. Entre esas edades uno de cada tres chicos fuma, y siete de cada diez toma alcohol.
Las razones del acercamiento a la droga son múltiples: algunos se acercan por curiosidad, otros para no quedar excluidos del grupo, algunos más para buscar un paliativo que alivie esa etapa conflictiva y transformadora que es la adolescencia.
Lo cierto es que cada vez hay más jóvenes en contacto con la droga y son muchos padres que, entre el miedo, el ocultamiento y la culpa, no consiguen encontrar el camino adecuado para acercarse al problema.
Más allá de cargar contra el medio, los amigos o las malas compañías, sirve preguntarse qué encuentra un adolescente en la droga, para tratar de suplantar ese supuesto beneficio por otos recursos.
La droga aparece como una falsa dadora de identidad, de pertenencia a un grupo. Pero para que la droga se instale, a ese chico le han faltado elementos de transición positivos para poder atravesar esa crisis.
Uno de los principales problemas es que se ha ampliado el límite de tolerancia social hacia el alcohol y las drogas. Pasamos de un modelo de familia muy normativa a padres demasiado “nutritivos”. Y los chicos necesitan padres. La familia es el simulador de vuelo para la sociedad, y la vida tiene sinsabores, límites y frustraciones. Si un adolescente no los conoció en su casa, los buscará directamente en los profesores, los jefes o la policía.
La lógica de la droga es la lógica del ocultamiento, puesto que, como hemos visto, en muchas ocasiones la adicción se usa para tapar una zona vulnerable del individuo. Y no es efectivo caer en esa misma lógica del ocultamiento. No hay que quedarse aislados en la situación, sino apelar a la sinceridad emocional en relación al comportamiento del otro, romper el muro tras el que se parapetan los adictos a través de que perciba algo emocional en los padres o en aquellas personas de su entorno cercano.
Hablar de las drogas sirve pero no es lo único. Muchos adictos eran chicos que justamente tenían muy conversado el tema con sus padres. Es necesario hablar, además, de patrones de violencia, de sexualidad, de exclusión de los grupos: hablar en la familia sobre los conflictos sociales, y fortalecer los proyectos de vida de los adolescentes.
Tampoco hay que tener miedo a conversar sobre los casos resonantes de figuras mediáticas que padecen o padecieron trastornos adictivos. Resultaría una ingenuidad creer que buena parte de la responsabilidad en la promoción del problema de la drogadicción en los jóvenes se instala a partir de la evidencia de la debilidad de estos ídolos.
El problema no está en los jóvenes sino en los adultos que toleran y avalan conductas autodestructivas; en la idolatrización por la que sostienen al ídolo en sus transgresiones, sin importar cuáles son sus verdaderas necesidades, aún cuando lo que se requiere es un tratamiento para superar un problema. Se trata de una cultura tolerante mientras los ídolos hacen goles, salen en cámara o sostienen una parte de la identidad nacional, y que después se lamenta y pone altares cuando llegan la sobredosis o la muerte.
Hay que decir que no, tener la identidad adulta -sea paterna o docente- clara. El desafío es transformar una cultura que tolera la idealización de la transgresión y autodestrucción por otra que ponga límites efectivos.
Cambiemos de foco. Miremos ahora otro de los aspectos de la vida adolescente en el que se han manifestado grandes cambios. En las últimas décadas un concepto nuevo, género, permite hacer una interpretación mucho más rica de los comportamientos de los sexos. La biología ya no define por sí misma el destino: los roles sociales y las conductas dejan su marca en la sexualidad de cada uno.
Diana Mafia[52] hace un relato de la evolución histórica del concepto: “Básicamente, se afirma que el género tiene que ver con los aspectos culturales con los cuales se interpreta la sexualidad. En realidad, el término género comenzó a ser empleado por la sexología en la observación clínica de casos en los que el sexo físico no se correspondía con lo que iba a ser el destino y el reconocimiento posterior de un sujeto. El feminismo toma este concepto en los años 70 para producir una crítica a los estereotipos, en lo que respecta a establecer jerarquías entre los sexos y asignar roles sociales en forma fija. El sexólogo John Money, en los años 50, introdujo el concepto de género para señalar la influencia de la cultura en la identidad sexual.”
Según estas argumentaciones, el modo dicotómico de pensar la identidad sexual es cultural. Efectivamente, la identidad sexual está atravesada por las expectativas sociales sobre el comportamiento admitido y deseable para cada sexo, por el modo en que cada cultura reconoce en el otro o la otra los signos de lo masculino y lo femenino, como la vestimenta, el pelo, la actitud corporal, ciertos adornos, los objetos amorosos y conductas permitidas. Así, si bien la identidad sexual depende de aspectos subjetivos, lo hace también de otros, relacionales y sociales. Y por supuesto, parte del imperativo cultural es su alineamiento con la anatomía, la genitalidad.
Pero esa genitalidad, se sostiene como la base natural sobre la cual se funda la dicotomía, en realidad es disciplinada cuando aparecen casos de ambigüedad o hermafroditismo, a través de la vía quirúrgica u hormonalmente. Es decir que la ideología dicotómica produce un mandato sobre la anatomía para que no la desmienta, porque si lo hace, la naturaleza es corregida.
Se sostiene un alineamiento entre el sexo cromosómico, el sexo anatómico, la identidad sexual y el rol sexual, como si fuera la última compuerta que separa civilización de barbarie.
Con su preocupación más centrada en la conducta sexual efectiva de los adolescentes, el ISCS[53] realizó serie de encuestas entre estudiantes secundarios del escuelas de Capital y Gran Buenos Aires. En el año 2001, el 44% de los estudiantes que contestó ya había debutado sexualmente; en el 2003 esta proporción casi tocaba el 47%.
El doctor Claudio Santa María, rector del Instituto, recorre desde hace años las escuelas de Capital y el conurbano para dar charlas sobre prevención de VIH, anticonceptivos y sexualidad. En este tiempo vio cambiar muchas cosas: “a fines de los 90 había una o dos alumnas embarazadas por colegio, a quienes por ahí las hacían abandonar los estudios o la familia las sacaba por vergüenza. Ahora hay escuelas que tienen entre el 5 y el 10% de sus alumnos embarazados. Son tantos que la Secretaría de Educación porteña creó la figura de “alumno papá” y “alumna mamá”, y se les da licencia a ambos para el nacimiento de su hijo.”[54]
Todas las investigaciones al respecto confirman no sólo la caída en la edad de iniciación sexual, sino el incremento de embarazos adolescentes. Los últimos datos nacionales procesados por el Ministerio de Salud dicen que durante el año 2000 nacieron en todo el país 96.689 bebés de madres de entre 15 y 19 años, el 30% de los cuales ocurrió en suelo bonaerense. Y esto a pesar de que son muchos los embarazos que terminan en abortos, que es la principal causa de insuficiencia renal y muerte en la adolescencia.
La temprana actividad sexual de los adolescentes anticipa también los riesgos de contraer sida y otras enfermedades: aunque el 70% de los consultados por el ISCS sabe cómo se transmite el sida, sólo el 30% usa preservativos en todos sus encuentros sexuales.
Según datos del Informe para el Proyecto sobre Actividades de apoyo a la prevención y el control del VIH/sida en Argentina, que dirige Ana Lía Kornblit:
• Sólo el 42% de la población usó preservativo en su primera relación sexual.
• El uso de preservativo en las relaciones ocasionales es bastante alto (75%) pero el 40% de los que afirmaron usarlo en la última relación sexual no siempre lo usa en este tipo de relaciones.
• El 67% de la población tiene algún grado de exposición a la transmisión del VIH por vía sexual y un 8% un grado de exposición alto.
• En general los hombres tienen un grado de exposición al VIH por vía sexual mayor que las mujeres, en especial los que tienen entre 20 y 24 años y son de nivel socioeconómico bajo y tienen un nivel de instrucción bajo.
Muchos especialistas consideran que hoy es mala palabra hablar de grupos de riesgo. La insistencia en esta idea es lo que ha llevado a muchos a creer que no están expuestos. Y una vez que se construye la creencia sobre la enfermedad alrededor de esta idea, ya resulta muy difícil que la gente pueda desarticularla y referirla a otras personas, y sobre todo a sí mismas.
La buena noticia es que entre los jóvenes, el uso del preservativo es mucho más aceptado que entre los adultos, puesto que se iniciaron en la sexualidad en la era del sida. En la subcultura juvenil el problema es otro: una vez que la pareja se estabiliza, se pasa a otros anticonceptivos que quedan a cargo exclusivo de la mujer.
Asimismo, a las chicas jóvenes les resulta más fácil exigir relaciones sexuales seguras que a las mujeres mayores. En la medida en que ya no se plantean tanto la dependencia de la pareja como eje de su vida, y tienen proyectos propios, crece su disposición a exigir relaciones sexuales más seguras.
Desde abril de 2003 comenzó un financiamiento –por parte del Fondo Mundial de Lucha contra el Sida, la Tuberculosis y la Malaria- de un proyecto que la Argentina ganó en un concurso internacional. Entre otros ejes de este proyecto, conformado por una serie de subproyectos preventivos en su mayoría gestados por la sociedad civil, está el objetivo de incluir la temática del VIH/sida de un modo sistemático en el ámbito educativo y en los programas de pobreza de Desarrollo Social.
En temáticas como VIH/ sida o el consumo de drogas, no basta con brindar información, que sólo es un primer paso necesario. No alcanza con lograr que la población esté más informada, dado que hay un gran salto entre el saber y las conductas. Lo que realmente podría llevar a la modificación de las conductas es que la información no llegue sólo por vía cognitiva sino que sea internalizada. Esto implica que pueda trabajarse con aspectos que tienen que ver con lo afectivo, con las emociones, para que lleve a la posibilidad de modificar actitudes y conductas. Para ello hay que desarrollar actividades preventivas cara a cara, en grupos pequeños, en donde la gente tenga la posibilidad de confrontar sus mitos, creencias y actitudes con los de las demás personas. Y a partir de esa confrontación se llegue entonces a construir otro tipo de conductas.
¿Cómo trabajar para modificar este panorama? Podemos hablar de dos tipos de intervenciones sociales.
Unas operan en la zona de exclusión, de marginalidad, de desafiliación. Puesto que el problema no es únicamente una cuestión de recursos, ni incluso tampoco de desigualdades, el reto es más bien la calidad del vínculo social y el riesgo de ruptura. Las intervenciones en este espacio social afectan esencialmente a aquellos para quienes la integración por el trabajo se ha roto y cuyos soportes familiares y relacionales son gravemente deficientes. Son por lo general intervenciones que parten del deber de solidaridad que exige poner todos los medios para reinsertar a estas poblaciones, y en consecuencia aunque tienden a integrar lo hacen en una posición de subordinación. La inserción deja así de ser una etapa para convertirse en el estado de alguien que no tiene un lugar en la sociedad. Este sería el destino de muchos individuos que desde su juventud entran en los circuitos de inserción. Se trataría de individuos y de grupos que ya no encuentran un espacio en función de una organización racional de la sociedad postindustrial.
Dentro de este grupo de intervenciones se encuentran las prácticas conocidas como clientelismo político.
Las ciencias sociales se han ocupado y se ocupan a menudo del clientelismo. Hace más de tres décadas, los textos ahora clásicos sobre clientelismo político afirmaban que las relaciones entre patrones y clientes debían ser tomadas en serio y no podían ser desmerecidas como meros remanentes de viejas y obsoletas estructuras.
El clientelismo, que ha sido a menudo considerado un fenómeno premoderno, constituye, por el contrario, una forma de satisfacer necesidades básicas entre los pobres (tanto urbanos como rurales), mediante las llamadas relaciones clientelares (entendidas como el interambio personalizado entre masas y elites de favores, bienes y servicios por apoyo político y votos). En consecuencia, debe ser analizado como un tipo de lazo social que puede ser dominante en algunas circunstancias y marginal en otras.
Citado por Auyero[55], el politólogo argentino Guillermo O’Donnell ha asegurado que el clientelismo político continúa siendo una institución informal, a pesar de estar bastante extendida en las nuevas democracias. Sostiene que “la mayoría de los estudiosos de la democratización acuerdan en que muchas de las nuevas poliarquías están, a lo sumo, pobremente institucionalizadas. Pocas parecen haber institucionalizado algo más que elecciones, al menos en términos de lo que uno podría esperar si mira a las poliarquías más viejas. Pero las apariencias suelen ser engañosas, ya que pueden existir otras instituciones, si bien no las que muchos de nosotros preferiríamos o reconoceríamos fácilmente”.
Una de estas instituciones difíciles de reconocer es el clientelismo. Tal y como lo preveían los estudios clásicos del tema, éste perdura como una institución extremadamente influyente, informal, y la más de las veces oculta, no destinada ni a desaparecer ni a permanecer en los márgenes de la sociedad, sea con la consolidación de regímenes democráticos, sea con el desarrollo económico.
El término clientelismo ha sido usado para explicar no sólo las limitaciones de nuestra democracia, sino también las razones por las cuales los pobres seguirían a líderes autoritarios, conservadores y/o populistas. Especialistas en política latinoamericana y estudiosos de los procesos políticos en Argentina están familiarizados con las imágenes estereotipadas del “electorado clientelar cautivo” producidas sobre todo por los medios de comunicación. Estereotipo que oculta el funcionamiento del clientelismo en su dinámica más elemental, haciéndolo permanecer desconocido. El tan extendido entendimiento de esta relación basada en la subordinación política a cambio de recompensas materiales se deriva más de la imaginación y el sentido común, alimentados ambos por las descripciones simplificadoras del periodismo antes que de la investigación social.
En general, quienes obtienen un trabajo o algún favor especial por medio de la decisiva intervención del puntero no admiten que les fue requerido algo a cambio de lo que recibieron. Sin embargo, es posible detectar una asociación más sutil.
Específicamente, a lo que el cliente se siente compelido, es a asistir a un acto, aunque no lo entiende como una obligación recíproca que se realiza a cambio del trabajo obtenido o del favor realizado. Más bien, van a explicar su asistencia en términos de colaboración o gratitud. La gente que recibe cosas sabe que tiene que ir; es parte de un universo en el que los favores cotidianos implican alguna devolución como regla de juego, como algo que se da por descontado, como un mandato que existe en estado práctico.
En la medida en que las relaciones entre los que padecen los problemas y los que resuelven esos problemas son relaciones prácticas que se cultivan de manera rutinaria, la asistencia a los actos es parte de lo que todos sabemos que hay que hacer.
Claro que el acto no es sólo esto. Es también visto como participación espontánea, como la oportunidad para evadir lo opresivo y cansador de la vida cotidiana en la villa o el barrio. Y es que no debería ser subestimado el entretenimiento que da un acto en un contexto de violencia, en un ambiente sofocante y opresivo, donde lo común es no tener las distracciones habituales del tiempo libre. La privación material extrema en la que la vida cotidiana se sucede, puede ayudar a entender el sentido increíblemente significativo de un viaje gratis al centro de la ciudad, no sólo en términos materiales sino simbólicos. Este carácter distractivo del acto no puede ser obviado cuando tomamos en consideración el punto de vista de los participantes.
Sin embargo, la atracción positiva de la mediación política no está limitada al día del acto. Aquellos que han obtenido un trabajo municipal mediante la decisiva influencia de su referente creen que la asistencia a los actos es, si bien un elemento importante, apenas un momento en el largo proceso por el cual demuestran su fe en el mediador. De esta manera, exhiben su lealtad, su disponibilidad, y su responsabilidad. Características que creen que los hace merecedores de un puesto municipal o un subsidio. En este sentido, la asistencia a los actos provee información sobre las responsabilidades que se tienen hacia un mediador, con lo que el acto partidario puede ser analizado como un ritual en el que se manifiestan y evalúan las intenciones de los seguidores y los mediadores. El acto, por lo tanto, no es un evento extraordinario, sino parte de la resolución rutinaria de problemas. No es algo que viene a agregarse a la forma de resolver un problema, obtener un Plan Jefas y Jefes, una medicina, un paquete de comida, o un puesto público, sino que es un elemento dentro de una red de relaciones cotidianas.
En cada favor, lo que se comunica y entiende es un rechazo a la idea de intercambio. Tanto los clientes como los punteros hablan de confianza mutua, de solidaridad, de trabajo conjunto, de una gran familia. Los patrones y sus punteros presentan su práctica política como una relación especial que ellos tienen con los pobres, como una relación de deuda y obligación, en términos de un especial cuidado que les tienen, del “amor que (por ellos) sienten”. La verdad del clientelismo es así colectivamente reprimida, tanto por los mediadores con su énfasis en el “servicio a los pobres”, el “amor a los humildes”, la “pasión por su trabajo”, como por los clientes con sus evaluaciones sobre la “amistad”, la “colaboración”, y la “gratitud”.
Esto implica que las prácticas clientelares no sólo tienen una doble vida, en la circulación objetiva de recursos y apoyos, y en la experiencia subjetiva de los actores. También tienen una doble verdad, que está presente en la realidad misma de esta práctica política como una contradicción entre la verdad subjetiva y la realidad objetiva. Y esta contradicción no aparece como tal en la experiencia de los sujetos –clientes y punteros- porque se sostiene en un autoengaño, una negación colectiva que se inscribe en la circulación de favores y votos y en las maneras de pensar la política que tienen clientes y punteros. Para decirlo en otras palabras, entre clientes y punteros se genera una verdad sobre la política que excluye a la posibilidad de obrar y pensar de otro modo, que excluye, que no escucha, que ignora, todas las críticas al carácter injusto, manipulador, coercitivo de esas prácticas.
En la medida en que la resolución de problemas (intercambios materiales y simbólicos, en la que una cosa es dada, un favor otorgado, un mensaje comunicado) se inclina a legitimar un estado de las cosas de hecho–un balance de poder desigual- podemos describir esas soluciones como máquinas ideológicas. El acto de dar, las acciones sacrificadas y preocupadas de los mediadores, transforman (o intentan transformar) una relación social contingente (la ayuda a alguien que la necesita) en una relación reconocida (acreditada como duradera): resolvemos un problema y, al mismo tiempo, reconocemos a tan o cual puntero como nuestro resolvedor de problemas. Este reconocimiento está en la base de la resolución de problemas mediante la intermediación política. Dentro de un ambiente ideológico de cooperación, compañerismo y solidaridad, se construyen lazos que congelan un determinado balance de fuerzas: cuanto más íntima es la relación, cuanto más se comparte la ideología de “cuidado por los pobres”, de “ayuda social” propuesta por los referentes, más completa será entonces la negación de la asimetría que une al dirigente con el “cliente”. Dar, hacer un favor, termina siendo así una manera de poseer.
La idea de que hay un “tiempo de política”, a pesar de que también es un fuerte sentimiento entre mucha gente de la villa y los barrios humildes, está más asociada a los sectores medios. Se trata de la creencia en que hay un “tiempo de elecciones” en el que las demandas pueden ser rápidamente satisfechas y los bienes prontamente obtenidos porque los políticos quieren conseguir votos. Esta creencia es consecuencia de que la política partidaria es percibida como una actividad extremadamente alejada de las preocupaciones cotidianas del agente, una actividad “sucia”, que aparece cuando se acercan los tiempos electorales y desaparece con las promesas incumplidas.
Se trata en realidad más que de un tiempo, de la ruptura del orden temporal, de algo que rompe con la rutina de la vida cotidiana: la política vista como una actividad discontinua, como un universo con sus propias reglas y que puede servir para mejorar la propia posición sin tomar en cuenta el bien común. Pero la percepción más extendida en los barrios más humildes es que, así como se percibe la permanente accesibilidad a los punteros, gran parte de la gente no cree que la ayuda que viene de los políticos aumente en períodos de elecciones: la asistencia es un asunto cotidiano y personalizado.
Sin duda, la visión que los clientes tienen de los intercambios y de los punteros fortalece la posición de estos últimos. Pero no debemos olvidar que esta visión es el producto de una relación cercana, cotidiana, fuerte, entre el “resolvedor” y el “detentador” de problemas, una relación que debe ser constantemente sostenida y practicada con gestos y con distribución concreta de objetos.
Pero, como la capacidad distributiva del puntero es limitada, ya que puede asistir sólo a una cantidad restringida de gente; y puesto que además esa capacidad depende de las buenas o malas relaciones que el puntero establezca con sus patrones, está claro que el clientelismo por sí sólo no puede garantizar resultados electorales. Sin embargo las relaciones clientelares son sumamente importantes para la política local, dado que los seguidores de los punteros son cruciales durante las elecciones internas no sólo en tanto votantes, sino también como militantes y fiscales, y porque mantienen la organización partidaria activa durante todo el año y no sólo en épocas electorales. Los clientes, en definitiva, son los actores centrales en la fortaleza organizativa y la penetración territorial.
En un país con un Estado que ha sido quebrado y con los niveles de pobreza y desigualdad existentes, no son muchos otros los medios de los que los excluidos disponen para asegurarse la subsistencia. El carácter cotidiano y duradero del clientelismo no hay que buscarlo en una supuesta cultura de la pobreza ni en los valores morales de los pobres. Antes que eso, la persistencia del clientelismo debe examinarse en un contexto de privaciones materiales extremas, de destituciones simbólicas generalizadas y de un funcionamiento estatal particularista y personalizado.
Fue la extensión de los derechos sociales al conjunto de la ciudadanía, derechos a los cuales se accede por el hecho de ser ciudadano y no por integrar una red partidaria, lo que en otro momento histórico hirió al clientelismo. La lucha contra el “intercambio de favores por votos” no debe ser una cruzada moral contra los clientes ni contra los punteros, sino una lucha por la construcción de un auténtico Estado de Bienestar.
Existe, por tanto, otra modalidad de intervenciones sociales, ya no desde la zona de exclusión, sino remontando la corriente hasta la zona de vulnerabilidad, en la zona de la precarización del trabajo y la fragilización de los pilares de la sociabilidad (el marco de vida, la vivienda, la economía de las relaciones de vecindad, las políticas de empleo).
Estas políticas ponen el acento en la formación. Se trata de mejorar las capacidades de la gente que se caracteriza por su baja cualificación y que por esto se encuentra en situación de inempleable. Este objetivo es muy limitado cuando al mismo tiempo la lista de las cualificaciones se eleva incesantemente en función de criterios incontrolados o discutibles, como cuando las empresas contratan a candidatos supercalificados o cuando la formación permanente funciona como una selección permanente que crea inempleables al mismo tiempo que mantiene a algunos en el empleo, o cuando la búsqueda de una flexibilidad extrema desestabiliza completamente la política de personal de una empresa. Si formación y empleo forman efectivamente una pareja, su articulación no puede ser eficaz poniendo únicamente el acento en la formación.
En consecuencia, el tratamiento social de la exclusión no puede ser únicamente el tratamiento de los excluidos. Dado que las dinámicas de exclusión están actuando antes de que se llegue a la exclusión, difícilmente se la podrá eliminar si se persiste en contemplarla bajo el exclusivo prisma de las preocupaciones relativas a la lucha contra las desigualdades, es decir la lucha por la justicia social, la igualdad de oportunidades, etc. El despliegue de políticas de inserción únicamente podría servir de pobre coartada al abandono de las verdaderas políticas de integración.