Por Viviana Taylor
“Estudiar no es crear sino crearse, no es crear una cultura, menos aún crear una nueva cultura, es crearse en el mejor de los casos como un creador de cultura o, en la mayoría de los casos, como usuario o transmisor experto de una cultura creada por otros. Más generalmente, estudiar no es producir, sino producirse como alguien capaz de producir. La educación prepara a los estudiantes para hacer, haciendo lo que hay que hacer para hacerse.”
Pierre Bourdieu y Jean-Claude Passeron
Pierre Bourdieu y Jean-Claude Passeron
Al intentar definir el término ciudadano, la primera dificultad con que nos topamos es que el mismo es utilizado bajo distintas acepciones. Tanto se alude a él como sinónimo de habitante, cuanto de miembro del pueblo, o como aquel que goza de derechos políticos. Esta última es la acepción más correcta desde nuestro punto de vista constitucional, dado que sólo son ciudadanos aquellos argentinos nativos o naturalizados que gozan del derecho electoral activo y pasivo.
Con excepción de los derechos políticos, y manteniéndonos dentro de este marco normativo, podemos afirmar que a todos los hombres que habiten nuestro país se les reconoce el gozo tanto de:
· los derechos individuales clásicos: a la libertad, a la libre circulación, a la propiedad, a contratar, a comerciar, etc.;
· los derechos sociales, reconocidos a partir de la segunda mitad del siglo XX: al trabajo, a la jornada limitada de trabajo, a la seguridad social, etc.;
· los derechos de tercera generación: al medio ambiente equilibrado, a la preservación del patrimonio histórico, a la libre competencia, derechos de los usuarios y consumidores, reconocidos constitucionalmente en la reforma de 1994.
La acepción del término ciudadano en el derecho político es más abarcativa. Alude no sólo a los derechos políticos sino también a aquella persona del pueblo que se preocupa de la cosa pública: aquel que exige que se cumpla la ley, que se respeten los derechos de todos aunque no se lo afecte en forma directa, que vela por la vigencia efectiva del principio de igualdad ante la ley, que controla a sus representantes, que exige que los funcionarios no tengan privilegios, que la Constitución no sea un mero texto de papel. Además, incluye al que se preocupa por el prójimo, la pobreza, la miseria, las injusticias sociales, y que desde su lugar trabaja, ayuda o colabora para revertir o paliar ese grado de cosas.
En los estados liberales, como pretende ser el que se desprende de nuestra Constitución Argentina, un criterio clásico de ciudadanía comprende dos grandes rubros:
· los derechos civiles: circular, comerciar, casarse, gozar de la propiedad, etc.;
· y los derechos políticos: elegir y ser elegido, participar de la cosa pública, peticionar, reclamar, etc.
Durante el siglo XX este criterio de ciudadanía se amplió con la inclusión del derecho al trabajo y de los derechos sociales (acceso a la cobertura de las necesidades básicas para la existencia digna).
Más allá de las definiciones, podemos decir que hoy la ciudadanía argentina está averiada, y este es el centro de la deuda interna, aunque no se trate de un problema nuevo: fue arrasada por los gobiernos de facto, respetada con altibajos en los constitucionales, y con las sucesivas crisis económicas y políticas el quiebre se ha acentuado aún más. Lo que es especialmente grave si tenemos en cuenta que, tradicionalmente, los adultos hemos sido los referentes de los niños y los adolescentes al ofrecerles una imagen deseada como personas y proyectos de vida, que se constituían en los modelos que ayudaban a configurar el desarrollo de su identidad. Les proveíamos el hacia dónde ir y dirigir sus esfuerzos y aspiraciones. Pero hoy, con esta ciudadanía averiada, no somos ni nos sentimos capaces de ofrecer –como sociedad, como grupo de adultos- una imagen deseada. Los niños, y aún más los adolescentes, tienen dificultades para encontrar en la sociedad adulta referentes válidos, y esta dificultad es un obstáculo para la construcción de su identidad.
¿Cómo hacerlo, entonces? Tengamos en cuenta que en esta construcción se produce una doble estructuración de la personalidad.
Una primera personalidad, que se construye durante la primera infancia, particularmente a través de las identificaciones con los padres y del conflicto edípico. A partir de esta personalidad psicofamiliar, y durante toda la vida, el individuo hará proyecciones en el campo de lo social, de modo tal que en su inconsciente la sociedad será vivida por él como una familia, los superiores jerárquicos como padres, y la transgresión a la autoridad como fuente de culpabilización.
Junto con esta personalidad existe otra, la personalidad psicosocial, que se desarrolla a partir del ejercicio de la apropiación del propio acto. Tratemos de entender de qué se trata…
La socialización es la internalización de las normas y los valores de una sociedad por parte de los jóvenes. Los sociólogos tendieron frecuentemente a explicarla como un fenómeno mecánico en el cual la sociedad juega el papel activo, y los individuos el pasivo. Los etnólogos tampoco tuvieron en cuenta al sujeto individual, ya que describieron una socialización en la que los jóvenes internalizan una realidad no objetiva sino ya transfigurada por las fantasías, los deseos y los temores de quienes los precedieron. La Psicología, por su parte, nos ha enseñado cómo se producen las relaciones de internalización entre una generación y otra a través de procesos de identificación, que nacen de los vínculos intrafamiliares, y se extienden luego a otros adultos, sobre todo en la escuela.
Pero junto con éste existe otro modo de socialización, en el que la relación con la realidad se lleva a cabo sin la intermediación directa de adultos, y que sólo funciona si se desarrolla dentro de un marco social de pares. Generalmente se da dentro de pequeños grupos, como el grupo de clase, la barra, o la tribu. Este tipo de agrupamiento crea las condiciones de posibilidad para que los niños y adolescentes se sientan protagonistas de sus propias acciones y decisiones, al no sentir la mediación de la autoridad de los adultos. Este protagonismo es el que les permite inaugurar el sentimiento de autoría, de ser dueños de sus elecciones y los actos que conllevan. A este proceso se denomina apropiación del acto.
Según Gerard Mendel[1], este proceso se funda en la existencia de una fuerza antropológica que nos hace considerar a nuestros actos como una continuidad de nuestro ser, lo que explicaría la necesidad de reapropiarnos de esos actos que se nos escapan.
Justamente lo opuesto a este movimiento de apropiación del acto es la fuerza tradicional de la autoridad que, por pertenecer a los adultos, vincula a ellos la legitimidad del acto.
Cuando la autoridad de los adultos disminuye, es cuando los jóvenes comienzan a vislumbrar que el mundo pertenece a todos los que lo hacen, y no solamente a unos pocos privilegiados. Esto demuestra que, de algún modo, hay una relación antagónica entre autoridad heterónoma y actopoder, aunque ninguno de los términos puede eliminar al otro.
El actopoder es el poder que tenemos sobre nuestros propios actos. Tiene un triple aspecto:
· el acto ejerce siempre un poder sobre el entorno del sujeto (se relaciona con las consecuencias de lo que hacemos, deseadas o no)
· el sujeto puede ejercer mayor o menor poder sobre su acto (lo que se vincula con la voluntad y la libertad, y por ello supone en el acto una dimensión ética)
· el mayor o menor poder incide directamente en la motivación del sujeto (lo que explica por qué la abulia es uno de los correlatos naturales de la represión sobre la libertad).
En síntesis, para ellos hay dos formas de estar en el mundo: por un lado, las relaciones interpersonales con los adultos y las instituciones, necesarias y sucesoras de las identificaciones parentales; y otra por la cual pueden apropiarse de sus propios actos, a través de una apropiación colectiva con sus grupos de pares. Pero en la actualidad, los niños y adolescentes que viven en el medio urbano tienen carencias respecto de las dos formas de socialización, no por la pobreza de oportunidades, sino por estar estimulados por un gran número de informaciones, a veces contradictorias. Viven en un mundo que no les permite descubrir sus recursos y posibilidades, lo que termina originando una brecha entre su inteligencia crítica y la falta de confianza sobre su propia capacidad para arreglárselas solos. Salvo en aquellos que practican una activa cooperación, por ejemplo a través de la participación en deportes colectivos, el sentimiento de inseguridad señala la falta de adquisición de autonomía.
Ahora bien, la escuela debería configurarse como una comunidad en la que se promueva esta apropiación colectiva, de modo que se favorezca el desarrollo de la autonomía como condición previa para el ejercicio pleno de la ciudadanía en una sociedad democrática. Y cuando pensamos en la escuela como comunidad, lo primero que salta a la vista es que se trata de una comunidad plural, así como lo es la sociedad.
La pluralidad es un hecho. Implica la existencia real de sujetos diferentes en las sociedades y en las instituciones que forman parte de ella. Pluralidad que está dada no sólo porque sea plural el número de individuos que las conforman, sino sobre todo porque son plurales sus identidades, intereses, las funciones que en ellas desempeñan, así como los lugares que ocupan, sus deseos y expectativas, aquello que reconocen como propio y con lo que se identifican.
Estos elementos son los que determinan la existencia de grupos, que se caracterizan por una relativa homogeneidad interna con un mayor o menor sentido de pertenencia, y una diferenciación respecto de otros grupos. Dentro de estos grupos se dan las condiciones para la apropiación del acto; pero en este ejercicio, a su vez, se fortalecen los mecanismos de pertenencia y diferenciación. La resolución de la dinámica de estos dos polos, pertenencia-diferenciación, es donde se juega la posibilidad de convivencia.
Así como sucede en la sociedad, en la escuela no todos estos subgrupos se posicionan de igual manera en el grupo total. Alguno de ellos -ya sea por su mayoría numérica, su prepotencia, por su identificación con la cultura escolar o los modos que otorgan prestigio en el grupo de referencia- se encuentra en una posición de poder que lo convierte en el grupo dominante, aquel capaz de impregnar con su estilo, su identidad, y sus valores al gran grupo. Desde esta posición adquiere un cierto sentido lo que se entenderá como lo normal (aquello que es parte de la norma, lo que es aceptado y se identifica con lo que corresponde) y es desde dónde, por confrontación, se define lo que se entiende por lo diferente. Cada uno de los otros subgrupos se posicionará en el grupo total en función de su mayor o menor afinidad con el subgrupo de referencia, adquiriendo una caracterización de mayor o menor normalidad, mayor o menor diferencia.
Lo más común es que desde la posición hegemónica se observe al resto de los grupos como si su único rasgo de identidad fuese aquel que marca la diferencia. Así es como los otros pasan a ser los judíos, los homosexuales, los discapacitados, los gordos, los extranjeros, los villeros, los caretas... como si ese único rasgo alcanzara para definirlos en su identidad. Esta forma de definición implica una doble reducción:
· En primer lugar, se asume lo diferente como marca de identidad, exclusiva de ese subgrupo y excluyente de cualquier otra.
· En segundo lugar, se entiende lo diferente como déficit.
Los otros, los diferentes, pasan entones a tener una identidad negativa: no se les reconocen sus marcas propias como algo con valor, sino como desviaciones respecto de la normalidad y lo deseable, marcada por el grupo dominante. Se los estigmatiza como la negación de lo que debe ser.
En la escuela suele entenderse lo diferente sólo como lo visiblemente diferente: la posición social, el color de la piel, los modos particulares del lenguaje… Esta diferenciación se agravada cuando, además, es compartida por el grupo docente, que legitima la representación de la diferencia. Entonces se hablará de sujetos con necesidades especiales, reforzando la idea de lo diferente como marca de un déficit, y con el convencimiento de que estos sujetos están condenados a ser lo que su origen les marca. Se piensa en la diversidad como grupos culturales absolutamente aislados del resto y plenamente homogéneos en su interior.
Ahora bien, esta pluralidad la tenemos en la escuela, y es evidente el requerimiento de una convivencia lo más armónica posible para que la tarea no se vea obstaculizada. Pero, además, es una oportunidad para que el desarrollo de los sentimientos de autoría que derivarán en desarrollo de la autonomía se produzca en contextos más inclusivos que preparen a nuestros alumnos para la construcción de una sociedad más democrática. Entonces, ¿cómo actuar ante los diferentes?
Los discursos más extendidos proponen fomentar la tolerancia por la diferencia. La tolerancia parecería haberse convertido en la madre de todas las virtudes. Tolerancia que, en definitiva, no es otra cosa que in-diferencia: la negación de lo diferente. Contentos con nuestra tolerancia, no nos preocupamos por las condiciones reales en que están estas diferencias, y creyendo construir una escuela democrática y respetuosa de todos, enseñamos a nuestros alumnos a ser indiferentes y a levantar ghettos.
Otras veces, guiados por el ideal de una homogeneidad que no deja de ser ficticia, forzamos hasta límites insospechados la asimilación de todos a los modos dominantes, provocando diversas reacciones. Los que logran asimilarse, suelen hacerlo a costa de la pérdida de su identidad y sobreadaptándose al sistema. Otros, asumiendo un elevado costo, navegan entre dos aguas y logran escindirse entre quiénes son y cómo viven en la escuela, y quiénes son y cómo viven fuera de ella. Y no son pocos los que no pueden ni una cosa ni la otra: son los excluidos de la escuela, sean excluidos físicamente –porque nunca completarán escolaridad- o excluidos simbólicos –porque obtendrán un mínimo o ningún beneficio de su paso por ella-. Este es el caso de muchos chicos desmotivados o francamente ausentes, cuyos únicos signos son la permanente abulia o la rebeldía violenta.
Una actitud opuesta sería ignorar los lazos comunes, y legitimar –y aún promover- prácticas discriminatorias, dando diferentes oportunidades educativas a cada grupo escolar. O sea, reproduciendo en el interior de las escuelas las mismas diferenciaciones que se sostienen respecto de estas en los circuitos educativos diferenciados.
O, mal que nos pese admitirlo, una postura aún más difundida: reprimir la diferencia, llevando a primer plano el sistema de sanciones y calificaciones como elemento homogeneizador; y reproduciendo esa misma represión entre los mismos alumnos a partir de prácticas -concretas o simbólicas- de exclusión.
Pero la práctica del pluralismo tiene otras exigencias. Se diferencia de todas estas posiciones no sólo en el hecho de que reconoce la existencia de las diferencias, sino en que además las acepta como valiosas. Significa aceptar y defender la posición de que la comunidad se enriquece con diferentes aportes, y que lo que la define y la caracteriza como comunidad original, única e irrepetible es justamente esa pluralidad de aportes que en ella se conjugan.
Promover el pluralismo nos exige aprender, para poder enseñarles a nuestros alumnos, a:
· Valorar a cada individuo como persona, y no como una mera rueda en el engranaje social. Valorarlo en lo que es, tal como es.
· Valorar lo que cada persona considera como propio, lo que significa valorar su identidad cultural.
· Aceptar que existen ciertos principios mínimos que son necesarios para permitir la coexistencia y la real pertenencia a una sociedad. Esto es, la necesidad de una normativa que posibilite la convivencia.
Si olvidamos esta tercera exigencia corremos el riesgo de quedar prendidos en una mística pluralista, que podría confundir pluralismo con anomia.
El pluralismo es la única vía que crea la condición de posibilidad para la verdadera convivencia. Las otras actitudes son descalificatorias, exclusoras, y terminan llevando a la desafiliación social. Y, cuando una institución deja de acoger a las personas, deja de reconocerlas como sujetos de derecho. Es el primer paso para la instauración de la violencia, donde no hay otro propósito que la anulación del otro, vivido como amenaza para la propia integridad.
El pluralismo, en cambio, abre las puertas que permiten la afiliación social, la posibilidad de que todos los grupos que conforman esa pluralidad tengan un sentido de común-unión, de pertenencia en referencia a un proyecto en común que a todos los convoca, del que todos forman parte, al que todos aportan, y del que todos se benefician. Implica el reconocimiento de que no puede haber cohesión sin un ideal colectivo que mueva la colaboración de todos.
Para ello es necesario que desde la escuela se promuevan espacios de diálogo sobre lo que en realidad está en juego: los intereses y deseos que motivan a cada grupo, y los valores que regulan sus conductas. Mientras no se abran estos espacios, lo otro seguirá definiéndose como lo opuesto.
En este sentido, no puedo dejar de destacar que la escuela tiene la función de crear interés por lo extraño. Es un error creer que la precondición de interés para que el aprendizaje sea posible es espontánea y está siempre disponible. Los docentes debemos dirigir la mirada hacia el otro en tanto otro, instalar el interés por lo extraño, sea otra cultura, otro pensamiento, otra posición, otro lenguaje…
Las condiciones para una verdadera convivencia pluralista estarán dadas cuando tengamos una apertura tal que nos permita no sólo realizar una crítica a los valores de los otros, sino a los propios valores; cuando seamos capaces de incluirnos como parte de la diferencia.
La escuela no es sólo un espacio para el intercambio educativo entre maestros y estudiantes. Es, ante todo, la institución socialmente responsable y forjadora de buena parte de los cambios que la sociedad en general y los individuos en particular puedan generar. Por lo tanto, tendrá que ocuparse de crear y vivenciar condiciones democráticas para que estas se trasladen y crezcan en el ámbito social.
Por eso es importante comprender que para fortalecer la democracia no alcanza con aumentar la cobertura del sistema escolar; no basta con que se amplíen los cupos en las escuelas. Es necesario que la misma escuela en su conjunto sea un espacio de dinámicas y prácticas de carácter democrático, erradicando de su interior las concepciones que no ayuden a educar en el pluralismo, la inclusión, la participación, la cooperación, la solidaridad.
Una de las vías de acceso para esta construcción son los procesos comunicativos. Es necesario pasar del tipo de comunicación tradicional, caracterizada por la unidireccionalidad del docente hacia los alumnos y la impositividad no dispuesta al diálogo sino a la obediencia, hacia otro tipo de comunicación, multidireccional, que reconozca en la palabra de los otros un medio para aprender. Es necesario aprender a trabajar en grupo, colaborativamente.
Este nuevo enfoque, dialéctico, debería también examinar el proceso de escritura en la escuela como una serie de relaciones entre el escritor y lo escrito, el escritor y el lector, lo escrito y el lector. En términos generales, debería considerarse la escritura en su más amplia relación con los procesos de aprendizaje y comunicación, puesto que juega un importante papel en la estructuración del pensamiento. Aprender a escribir es aprender a pensar. Y dado que la convivencia democrática se sostiene en la confrontación racional de ideas, la lectura y la escritura deben ser herramientas que acompañen y generen procesos de racionalización.
Desde esta perspectiva, la elaboración de periódicos (con todo lo que implica: la creación de equipos de trabajo, consulta, entrevistas, elaboración de borradores, establecimiento de prioridades, discusión de enfoques…) es una excelente estrategia para viabilizar las prácticas que se fomentan. También lo es la participación en eventos –y aún más, su organización- que tradicionalmente son exclusivos de los docentes (como la evaluación y la disciplina escolar) y los padres (entrega de informes), en los que los estudiantes pueden plantear alternativas de solución.
Pero también es necesario democratizar el conocimiento, ya que una verdadera alfabetización es la que provee los instrumentos que han de contribuir al desarrollo de la autonomía de las personas, y que han de desarrollar la capacidad de ejercer ciudadanía. Una alfabetización que enseñe más allá de los contenidos, que promueva el pensamiento y el ejercicio de la libertad.
Cuando se habla de democratización del conocimiento, se está haciendo una opción conceptual e ideológica, puesto que no se enseña de la misma forma, ni los mismos contenidos, si se está dando acceso a un instrumento para la igualdad y la democracia, que si se asumen las formas de dependencia que se establecen a partir de la oferta desigual de conocimiento.
En consecuencia, uno de los ejes de una política para la ciencia, en particular en un país dependiente como lo son los de América Latina, debe girar alrededor de su difusión y su valor educativo, alrededor de desarrollar la capacidad de usar inteligentemente los logros propios y los del primer mundo. Se debe hacer ciencia para aprender y enseñar una forma de pensar valiosa, para eludir el oscurantismo y la irracionalidad, para saber desarrollar lo que necesitamos como sociedad, eligiendo lo que nos nutre y rechazando lo que nos es nocivo, en un mundo cada vez más marcado por la impronta científico-técnica.
La producción de ciencia tiene que mantener una fuerte vinculación con su enseñanza y su democratización. Esto, por un lado, exige el compromiso de la comunidad científica local con el campo educativo y de la divulgación; pero también la formación de un “formador” para la tarea educativa, en la que haya espacio para la consideración de la problemática social de la ciencia. Lo que se busca es evitar un manejo exclusivo por parte de los expertos, lo que favorece la instalación de formas sociales no democráticas.
Por otra parte, cuando se democratiza el conocimiento deja de asumirse a la ciencia como relativa a verdades absolutas con sesgo casi sagrado, y se asocia la producción del conocimiento científico con una construcción social. Se hace obvio, entonces, que cada realidad social aporta a esa construcción desde su propia dinámica y experiencia, que cada protagonista de esa realidad la enriquece con su pregunta y que la respuesta es condicionada por el destinatario de la misma. Se estimula a construir y aportar a la ciencia desde las propias preguntas -todas diferentes, todas legítimas- que las devuelve como patrimonio común.
En particular, esta concepción nos permite ver en la escuela un lugar privilegiado para montar muchos escenarios, donde docentes y alumnos jueguen un rol en esa construcción, y aprendan no sólo la ciencia que han hecho otros, sino a hacerla. Se trataría de pensar en un aprendizaje a través de la investigación como una actitud vital, en cuya implementación se abarquen distintas formas de conocimiento, y en la que se integre la perspectiva histórica y social, se apele al desarrollo de la sensibilidad artística, y donde el mundo natural juegue un papel protagónico. Lo que se promueve es una forma de acercarse al conocimiento para dar respuesta a una realidad que se ha vuelto muy compleja, y frente a la cual las personas quedarán incluidas para opinar y actuar, o marginadas y manipuladas en la toma de decisiones.
[1] Mendel, Gerard. Sociopsicoanálisis y Educación. UBA y Ed. Novedades Educativas, 1996