Viviana Taylor
La palabra adolescencia deriva de la voz latina adolescere, que significa “crecer” o “desarrollarse hacia la madurez”.
Sociológicamente, es considerada como el período de transición que media entre la niñez dependiente y la edad adulta y autónoma.
Psicológicamente, se podría hablar de una “situación marginal” en la cual han de realizarse nuevas adaptaciones, aquellas que, dentro de una sociedad dada, distinguen a la conducta infantil del comportamiento adulto.
Ahora bien, si en atención a estas consideraciones, el adolescente es un sujeto en tránsito entre una etapa caracterizada por la heteronomía moral y la necesidad de cuidado por parte de otros, y otra caracterizada por la autonomía, en nuestro medio donde hoy ambas etapas han perdido estas características, ¿qué significa, aquí y ahora, ser adolescente?
Mariano Narodowski, en su “Después de clase”[1], sostiene que la infancia –tal y como la conocemos y entendemos- es una construcción histórica propia de la modernidad, cuyas características en el Occidente moderno pueden ser esquemáticamente delineadas a partir de la heteronomía[2], la dependencia y la obediencia al adulto a cambio de su protección. Como resultado de esta concepción, la institución escolar moderna se constituye en el dispositivo que se construye para encerrar a la niñez y a la adolescencia: un encierro material, corpóreo, por el cual el cuerpo infantil y adolescente encuentra su lugar propio dentro de la escuela; pero también un encierro epistémico, que se hace evidente en la apropiación de este concepto por parte de la Pedagogía y la Psicología de la Educación, que asimilan el concepto de infancia y adolescencia al de alumno, por lo cual estos sólo van a ser comprendidos –y estudiados- en relación con su alumnidad. Como correlato, quien se coloca en la posición de alumno, cualquiera sea su edad, se sitúa en el lugar de una infancia heterónoma y obediente, aunque desde el punto de vista etáreo no se trate necesariamente de niños.
En consecuencia, en la institución escolar moderna, el ser alumno equivale a ocupar un lugar heterónomo de no-saber, contrapuesto a la figura del docente: un adulto autónomo que sabe, y en virtud de este saber decide qué se enseña, cómo se enseña y para qué se enseña. La escuela de la modernidad niega la existencia de todo saber previo en los alumnos, a menos que coincidan exactamente con los que ella transmite.
Ser alumno, en este contexto de significación, no es otra cosa que ser un cuerpo que en manos de un educador debe ser formado, disciplinado, educado. Y por indefenso, ignorante y carente de razón, debe obediencia a quien lo guiará hacia la autonomía en la que la obediencia ya no sea necesaria.
Ahora bien, ¿hasta dónde es posible sostener, en la actualidad, esta idea de un cuerpo heterónomo, obediente, dependiente de las decisiones de los adultos? Diversos trabajos sostienen la idea de que el niño, en este sentido, está en decadencia. Es más, ya ni siquiera podría hablarse de una infancia y una adolescencia, sino que ambos conceptos estarían dividiéndose y fugando hacia dos polos.
Uno de estos polos, siguiendo a Narodowski, lo constituye la infancia realizada. Se trata de los chicos que realizan su infancia con internet, computadoras y una multiplicidad de canales de cable que les permiten –control remoto en mano- apropiarse de experiencias y saberes que a los adultos nos costaron décadas procesar. Chicos con vídeo, mp3, 4 y 5, playstation, fotolog y partícipes de redes sociales de la mano de facebook... Chicos que ya no sólo son usuarios de tecnología de última generación, sino que elaboran contenidos, los procesan colaborativamente en grupos de interés dentro del espacio electrónico, modifican los elaborados por otros… Se trata de chicos que ya hace mucho que abandonaron el lugar del no-saber. Se trata de niños que no despiertan en los adultos un sentimiento particular de ternura vinculado a la necesidad de protección, sino más bien una cierta admiración, preocupación y hasta recelo.
Educados en una cultura mediática de la satisfacción inmediata, demandan inmediatez (¿recuerda a Luca Prodam, el líder de Sumo, pregonando su “no sé lo que quiero pero lo quiero ya”?). Respecto del saber, manifiestan ante los desafíos tecnológicos una facilidad de la que los adultos carecemos.
Viven en un mundo en el que la experiencia no parece ser necesaria ni útil, ni es valorada; en una cultura signada por cambios constantes e imprevisibles, que requiere de respuestas que sólo parecen capaces de dar quienes se han formado en esa misma vertiginosidad. Lejos están de las culturas en las que los cambios lentos volvían necesario al Consejo de Ancianos, pero también de aquellas en las que la juventud marcaba la ruptura con el orden establecido. En una cultura donde el cambio es lo único constante, la experiencia se vuelve un valor inservible dado que todo nuevo desafío impondría una situación original, singular, diferenciada de cualquier otra precedente. El modelo a mirar ya no es el pasado, sino el aquí y el ahora, configurándose una lógica de la satisfacción inmediata, en la que toda acumulación sólo tiene sentido en tanto pueda ser aprovechada en lo inmediato.
El otro punto de fuga del concepto de infancia lo constituye el polo de la infancia desrealizada. Son los chicos que se han vuelto independientes y autónomos porque viven en la calle, o pasan gran parte de su tiempo en ella, o porque trabajan desde una edad temprana. Son los que pudieron reconstruir una serie de códigos ligados a la supervivencia que les brindan cierta autonomía económica y moral.
Frente a ellos, que encarnan una niñez autónoma que ha construido en la calle sus propias categorías morales, también es difícil que se nos despierten sentimientos de ternura y protección. Se trata de una niñez que no está infantilizada, que no es obediente ni dependiente.
Es la infancia que ha sido excluida físicamente de las relaciones de saber, pero también institucionalmente[3] -van poco a la escuela, inconstantemente, o directamente han dejado de ir-. Y aún cuando van, suelen ser los que obtienen mínimos o ningún beneficio de su escolaridad. Y aunque aprendan a leer no escapan al destino de analfabetismo[4]: se trata de los nuevos analfabetos, los analfabetos virtuales.
Si bien es cierto que niños pobres, excluidos y autónomos existieron siempre, también es cierto que desde el siglo XIX para la utopía pansófica[5] la escuela pública se concebía como el ámbito capaz de absorber a esos niños. Esto es lo que hoy está cuestionado[6], y junto con este cuestionamiento aparece la noción de “infancia incorregible”: la encarnada por los niños y adolescentes marginales, sin retorno, para los que se discuten la baja en la edad de imputabilidad para los delitos penales, y hasta la pena de muerte para los más graves.
Dicho sencillamente, el problema no consiste en que haya aumentado el número de niños y adolescentes habituados al robo, el asesinato, la prostitución o la comercialización de sustancias prohibidas; lo que ha cesado es el convencimiento de que es posible darles respuestas que impliquen su reinserción en la infancia heterónoma, dependiente y obediente. Y junto con este cese, se ha producido una retirada de la Pedagogía y la Psicología Educativa en la producción de discursos sobre esta infancia, con lo que dejaron de ser llamados “niños y adolescentes”, para convertirse en “menores”. Su lugar ya no es la escuela, sino el correccional o la cárcel; y la noción de esta infancia ya no responde a un discurso pedagogizado, sino judicializado.
Para comprender este cambio, debemos considerar el hecho de que la situación actual forma parte de un proceso amplio, que se inició con el quiebre del Estado de Bienestar y a favor del neoliberalismo y las políticas de mercado, en el que cobra sentido. Ya a fines de la década de los 80, la pedagoga Cecilia Braslavsky escribió a un libro titulado “Juventud: informe de situación”, en el que daba cuenta de la existencia de cientos de miles de jóvenes que no estudiaban ni trabajaban por un lado, y de jóvenes que estudiaban y trabajaban, por el otro. Hoy podemos decir, en consonancia con esa misma fractura de la que habla Narodowski, que ambos grupos han crecido. Como resultado de este proceso, las personas parecen entrar cada vez más rápido en alguna de las dos principales arterias de la condición social adulta actual: la sobreinclusión o la exclusión.
Una gran parte de ellos son los aún adolescentes y jóvenes que no pueden aspirar a tener un nivel de vida como el que alcanzaron los padres, como parte de la primera generación en su historia familiar en que las garantías de movilidad social ascendente se han roto. En consecuencia, la mayoría le teme al futuro. No saben si podrán conseguir un buen empleo, o simplemente un empleo. No saben si podrán sostener a la familia que les toque formar, si podrán “ser alguien”. Y saben que están ante la última posibilidad de orientar su biografía.
Un rasgo común es que, más que hablar, estos adolescentes expresan su apatía con gestos de cansancio, de desgano, de desinterés, de agobio. La característica más preocupante es la falta de vitalidad en la comunicación. Sólo son vitales cuando se enojan. Incluso los que muestran una actitud más soberbia o desafiante, sufren de apatía[7].
La causa de estos problemas no es una sola, aunque se adjudicó primordialmente a las dificultades que atraviesan hace años los padres para construir nuevos modelos de autoridad y contención, que se potencian con la crisis socioeconómica que se vive. Los padres establecen, toleran y/o no logran revertir vínculos simétricos con sus hijos: permiten que ellos los enfrenten de igual a igual e incluso toleran conductas autoritarias, sin conocer el daño que les produce en la maduración de sus intereses. Los chicos crecen sin tener que pelear en serio por nada, y se convierten en adolescentes que no toleran la frustración. Cuando salen a la calle, no logran vencer los obstáculos de la vida cotidiana y caen inmediatamente en la desmotivación y la apatía. Habituados a disfrutar del confort de un mundo materno en el que todos sus deseos son adivinados, los chicos no creen necesario aprender a comunicarse.
Los hijos suplantan la falta de límites con una gran distancia emocional con sus padres. Esta pérdida de contacto afectivo y comunicativo se extiende al resto del mundo. De a poco se van aislando de todo, y llega un día en que no logran apasionarse con nada.
Por otra parte, no podemos dejar de señalar que a pesar de esto, la mirada de sus mayores muchas veces es un peso que los agobia: los adultos encarnan un deber ser que ya no puede ser. En consecuencia, para estos adolescentes y jóvenes la educación ha sido sobre todo un refugio, un lugar donde prolongar las instancias de integración, antes de ser arrojados al aparato improductivo.
Frente a estos, otro grupo: el de aquellos en el que el mundo adulto de referencia se halla fracturado en su autonomía y su independencia. Un mundo cada vez más extendido, en el que los piqueteros son los continuadores de los antiguos trabajadores del pleno empleo; y donde los jóvenes trabajadores son hijos de padres trabajadores que nunca tuvieron un empleo estable. O sea, un mundo donde se ha perdido la continuidad de la idea de que lo normal en una persona es trabajar todos los días. El trabajo estable, aún para los que gozan de él, ha desaparecido del horizonte. Queda claro, de las dos vías principales de la condición social adulta actual (la sobreinclusión o la exclusión) en cuál desembocarán mayoritariamente estos jóvenes.
Y no es fácil suponer que esta situación se modifique con la aparición providencial de nuevas fuentes de trabajo: hay que tener un estímulo fortísimo para abandonar algo que ya se está convirtiendo en un estilo de vida, en una cultura. Es claro que un empleo de los peor pagados, bajo estas circunstancias, siempre resultará menos atractivo que un subsidio.
Se trata del grupo al que pertenecen mayoritariamente los 1.300.000 jóvenes argentinos que no estudian ni trabajan, entre los 6,5 millones que tienen entre 15 y 24 años, según datos del INDEC. Cifra que se eleva a 1.413.537 al considerar a los excluidos sociales: jóvenes que no estudian, ni trabajan, ni son amos de casa.
Para el filósofo Jorge Fernández, profesor de la Universidad de San Martín, “para los jóvenes, el futuro es un horizonte plagado de posibles frustraciones. Ser joven se ha vuelto un objetivo en sí mismo, una especie de presente continuo que no se define por ningún proyecto que lo trascienda. A su vez, el mandato social que los jóvenes reciben queda expresado en la fórmula que oímos repetir en muchos padres: algo tienen que hacer. La respuesta no suele escapar al silencio, y por supuesto no es menos incierta que el mandato.”
Lo cierto es que los chicos que no estudian ni trabajan saben que han perdido algo importante para sus vidas, no son complacientes con esa realidad. Pero no es menos cierto que necesitan mecanismos para religarse al sistema. Y puesto que muchos de ellos vuelven a sus antiguas escuelas como lugar de encuentro, está claro que son las escuelas el sitio privilegiado desde donde articular estas estrategias de inclusión.
Desde los discursos oficiales se esgrimen las estadísticas para señalar que esta consideración es tenida en cuenta (estadísticas que muestran que mientras que en los años 60 la escuela secundaria recibía al 25% de los adolescentes, la proporción ascendió al 74% en el 2000). Pero quienes trabajamos en el interior de esas escuelas sabemos que los chicos de los sectores más pobres no entienden los códigos escolares, ni reciben un acompañamiento eficiente en su estudio por parte de sus familias. Quieren entrar a las aulas, pero les cuesta quedarse. Y no podemos desconsiderar un contexto institucional en el que muchos dirigentes y hasta educadores creen que la escuela secundaria no debe ser para todos.
[1] Mariano Narodowski, “Después de clase”. Ediciones Novedades Educativas. Buenos Aires. 1999
[2] La heteronomía se refiere a la falta de capacidad de controlar la propia conducta, debido a la inmadurez del juicio crítico, lo que implica la dependencia de otro moralmente autónomo, a quien se le debe obediencia. Como contrapartida, el ser obediente hace al heterónomo merecedor de cuidado y protección. Así, el derecho a ser cuidado se vuelve, en realidad, una consecuencia de la obediencia. El ser desobediente significa la pérdida del derecho a la protección.
[3] Según datos del INDEC de mayo de 2003, sobre deserción escolar: en la escolaridad primaria 3 de cada 10 alumnos abandonan; en secundaria 6 de cada 10. El 30% de los que terminan el secundario ingresa al sistema universitario, y sólo el 10% de los que ingresan a la universidad termina la carrera. Estadísticas posteriores insisten sobre idénticos porcentajes.
[4] En nuestro país, a pesar de la consideración de que prácticamente gozamos de alfabetización plena, el analfabetismo alcanza, según los mismos datos del INDEC, al 10%
[5] El ideal pansófico consiste en la creencia de que es posible enseñar todo a todos, utopía que se encarnó en la escuela moderna.
[6] En los documentos de los organismos financieros internacionales, desde la última década del siglo XX se ha ido generalizando la idea de que no es posible asegurar los beneficios de la educación para todos estos niños y, a lo sumo, el Estado y los organismos no gubernamentales son los encargados de planificar políticas de compensación. Esta idea se ha consolidado durante el primer lustro de este siglo.
[7] El 78% no quiere saber nada con la política (Demoskopia); el 56% no tiene interés por la lectura, al punto que ni siquiera hojea el diario (Catterberg y asociados); 86% de los alumnos del secundario, dejaría el colegio si pudiera, y el 68% se aburre en las aulas (UBA).